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El momento de las personas

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Hace unos días he asistido a un evento muy interesante en el que un grupo de responsables de distintas empresas e instituciones insistían en que hay que poner en valor a las personas y hacer de ellas el centro de las organizaciones. Ponentes y moderadores tenían nivel, así que aprendí mucho, pude escuchar reflexiones interesantes y apropiarme de algunas citas inspiradoras.

Sin embargo… ¡Me faltaba algo! Como cuando escuchas en una canción una nota desafinada, yo buscaba qué era lo que no terminaba de convencerme y hoy lo comparto en estas líneas, porque creo que es fundamental si queremos, de verdad, mejorar nuestras organizaciones.

Lo primero que estuvo ausente fue la autocrítica. La pregunta de ¿qué papel hemos jugado nosotros en la situación anterior y qué podemos aprender de ello? no se planteó en ningún momento, ni directa ni indirectamente. Creo firmemente que empleados que no han sido bien dirigidos o tratados por sus superiores pueden pasar página y volver a tirar del carro con todas sus fuerzas una vez que han oído una disculpa rotunda y sincera, y aprecian cambios en el modo de actuar. He tenido el privilegio de presenciarlo, cada vez que un directivo con coraje y valentía ha reconocido públicamente sus errores… y eso es una buena noticia. La mala es que lo he visto muy pocas veces y, sin autocrítica, no hay forma de conseguir ni credibilidad, ni aprendizaje. La segunda nota discordante para mi, fue que el discurso giró sobre los valores y no sobre las acciones, y pasó desapercibida la intervención de un ponente que dijo que “las personas no sufren por los valores sino por los sistemas”. De buenas intenciones está empedrado el camino al infierno, advierte el dicho, y si queremos actuar realmente, tenemos sí o sí que revisar esos sistemas. ¿Con qué prácticas cotidianas y con qué herramientas corporativas estamos consiguiendo que las personas no estén aún en el centro de las organizaciones? La segunda forma de conseguir credibilidad es con la suma de concreción+acción, con medidas que se pongan en marcha ¡ya!, y que en si mismas sean un ejemplo de lo que se predica.

Y, por último, y quizás porque tiendo a ser “políticamente incorrecta”, me faltó un discurso más honesto en cuanto a las motivaciones detrás de este cambio. Aunque no dudo que, a nivel individual, los ponentes fueron sinceros en sus discursos, desde una mirada sistémica se podría haber ido más allá y plantear que es la próxima lucha por el talento lo que lleva a imperiosa necesidad de cuidar al empleado. Y lo planteo claramente porque si no se quiere caer de nuevo en un enfoque de instrumentalización del mismo, hay que estar atento a desenmascarar y bloquear a ese lobo de egoísmo disfrazado con la piel de cordero de los valores.

Particularmente, cuando oigo hablar de talento me suena a exclusión y veo a Darwin al frente de la carrera por la supervivencia del más apto. Apostar más por medir el talento individual que por dedicar esfuerzos en cómo mejorar nuestras prácticas para crear internamente más capacidad, tanto individual como colectiva, es hacer lo fácil, pero no lo mejor.

Como las energías renovables, el valor que aportan las personas es un recurso ilimitado si sabemos cultivarlo y muy productivo si le damos espacio en vez de bloquearlo con procedimientos rígidos y un sentido prehistórico de las jerarquías.

Y ahí está el reto: ¿Quiero de verdad hacer de las personas el centro de la organización? ¿Hasta dónde estoy dispuesto a llegar? ¿Cuándo empiezo?

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