SEGRE
Operarios desinfectando esta semana una estación de tren en plena crisis del coronavirus.

Operarios desinfectando esta semana una estación de tren en plena crisis del coronavirus.EFE

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El 25 de marzo de 1862 Josep Mestres, de Agramunt, hizo historia al regar la finca Tarassó, la primera que bebió del Canal d’Urgell. Se hacía realidad un sueño perseguido durante generaciones, convertir el llamado Clot del Dimoni en una tierra fértil. El primer proyecto del canal data de 1346, cuando una peste hundió todavía más en la miseria la Plana d’Urgell. Hubo otros quince hasta que en 1853 empezaron las esperadas obras. El primer escollo fue perforar la sierra de Montclar para llegar a la ansiada agua del Segre. Fue una obra colosal para la que el ingeniero Domingo Cardenal Gandesegui contó con un pequeño ejército de 6.000 obreros. Los agricultores que desde hacía cinco siglos esperaban el agua habían depositado muchas esperanzas en el canal. Parecía obvio que si regaban las tierras tendrían mejores cosechas. Pero no fue así, al menos de manera inmediata. Tuvieron que aprender a gestionar el agua. Y a un precio muy caro. Los primeros años el agua no drenaba bien y se creaban charcos de salitre que estragaron aún más la tierra y, lo que fue peor, propiciaron la aparición del paludismo. Entre 1863 y 1870 un 70% del territorio que hoy riega el Canal d’Urgell se vio afectado por esta enfermedad, lo que supuso un brusco descenso en la demografía, según el periodista Francesc Canosa, que prepara una historia del Canal d’Urgell que, a su vez, es la de su propia familia. Poco a poco se aprendió a domesticar el agua. Hasta entonces, como las fincas no tenían desagües y con el riego repentino el agua se estanca, emergió el salitre de la tierra y nada de lo que se plantaba sobrevivía. Parecía una plaga bíblica, con las cosechas arruinadas y los muertos por paludismo. La historia, como ya es es sabido, tiene final feliz y las 70.000 hectáreas regadas por esta infraestructura hoy son un vergel, la gran despensa de Catalunya. El canal también supuso la desaparición del Estany d’Ivars i Vila-sana, que se desecó para aprovechar la tierra y se recuperó en 1995. El paludismo, la enfermedad febril producida por un protozoo y transmitida al hombre por la picadura de mosquitos anofeles, era ya una lejana pesadilla que se fue para no volver jamás.

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En Lleida ciudad, que entonces tenía poco más de 38.000 habitantes, se contabilizaron 107 muertes

Un episodio de peste en 1348 provocó el asalto al ‘Call’ de Tàrrega y la matanza de 300 judíos

Muchos niños quedaron huérfanos de padre y madre en un mismo día por la gripe de 1918

stamos mal, pero aunque le llevemos la contraria a Jorge Manrique, cualquier tiempo pasado fue peor. O, si se prefiere, una crisis sanitaria como la del Covid-19 se lleva mejor con los avances científicos y la tecnología del siglo XXI. Para muestra, una gripe. No una gripe cualquiera, sino el brote de influenza virus A, del subtipo H1N1, que hace poco más de un siglo se convirtió en una pandemia sin precedentes que causó la muerte de entre 40 y 50 millones de personas en todo el mundo. Lleida no escapó al virus letal. Oficialmente, la gripe acabó con la vida de 107 personas en la capital del Segrià. Es decir, se expidieron 107 certificados de defunción entre septiembre de 1918 y abril de 1919 en los que se hizo constar que la gripe había sido la causa del deceso. Pero hubo más víctimas. Un ejemplo: en 1918 el número de muertes se disparó más de un 25% y eso que hasta el último trimestre del año no se detectaron los primeros casos.En 1917, antes de declararse la pandemia, Lleida registró 583 defunciones. La ciudad tenía entonces poco más de 38.000 habitantes. Un año después, la gripe elevó la cifra de muertos hasta los 784 y la sangría siguió en 1919, ya que el primer trimestre de ese año seguía cobrándose vidas. Así, en marzo de 1918, cuando aún no se había declarado la pandemia, fallecieron 65 personas en Lleida. En marzo de 1919, en cambio, la gripe daba los últimos coletazos y las defunciones se dispararon hasta registrarse 127 muertes, según un trabajo de Antonio Artigues, estudioso de la historia de la Medicina, publicado en la Revista Catalana d’Història de la Medicina i de la Ciència.

Había tanta psicosis que en algunos pueblos se prohibió que los campanarios hicieran el tradicional toque de difuntos porque desmoralizaba a la población. No era para menos. En Lleida ciudad murieron siete niños de la Inclusa en una sola noche.

El virus actuaba con gran rapidez. Desde que se manifestaban los primeros síntomas hasta la muerte del paciente podían transcurrir dos o tres días. Pero a veces, eran tan solo unas horas. Y, además de su virulencia, fue una enfermedad que, al contrario de lo que sucede con la gripe estacionaria, se cebó en los jóvenes. El 72% de los muertos de Lleida tenían menos de 40 años y esa fue la constante en todo el mundo. Tampoco Cervera escapó a la pandemia. Josep Maria Llobet incluyó en su libro Cent episodis de la Història de Cervera un relató de cómo durante la fiesta mayor de septiembre de 1918, la incipiente gripe se extendió por toda la comarca. El alcalde, Francesc Xuclà, publicó un bando en el que se obligaba a desinfectar las habitaciones de los enfermos, pero nada parecía funcionar. Había tantos afectados que se enterraba a los muertos de madrugada. Incluso se prohibió ir al cementerio el día de Todos los Santos. Cuando la gripe de 1918 entraba en una casa causaba estragos. Muchos niños quedaron huérfanos de padre y madre en un mismo día, como Jaume Marrades, un vecino de La Granja d’Escarp que tenía seis años en 1918.

Pasó a la historia como “gripe española”, pero ni se inició en la Península Ibérica ni fue más devastadora en el Estado que en el resto del mundo. La pandemia coincidió con el final de la Primera Guerra Mundial, de manera que informar de los estragos que causaba daba una valiosa información al enemigo. Los medios optaron por autocensurarse y silenciar las noticias relacionadas con la gripe, de manera que en Europa solo podían leerse titulares relacionados con la enfermedad en España, ya que se mantuvo neutral en esa contienda.

Paradójicamente, en los periódicos españoles de la época se la denominaba grippe, que es el nombre que recibe la enfermedad en francés y en alemán. De esta forma se distinguía esta gripe tan insólitamente letal de la común.

La peste marcó a fuego la historia de muchos pueblos de Ponent Una de las imágenes más sorprendentes que ha dejado el coronavirus es la de la Verge dels Dolors de Lleida fuera de su camarín para que los fieles pudieran encomendarse a ella en el contexto de una grave crisis sanitaria. Más habitual era en tiempos pasados. Muchos pueblos tienen como patrón al santo que, supuestamente, les libró de la peste o se le dedica una capilla o ermita. El folklorista de Bellpuig Valeri Serra i Boldú documenta decenas de ejemplos conservados en la tradición oral. Es el caso de Mollerussa. El 30 de junio de 1793 se encontraba “infestada d’una gran epidemia” que causaba la muerte a dos o tres personas diarias. Ese día se acordó sacar al santo en procesión y cesó la peste, por lo que se convirtió en patrón de Mollerussa, donde se le erigió una capilla. Las pestes fueron una constante en tiempos pasados. La más cruel fue la de 1348. Sirvió, además, de excusa para culpar a los judíos de la situación, lo que propició el asalto al Call y la muerte de centenares de personas. La falta de higiene hacía que sucedieran las pestes. La de 1457 causó la muerte en Barcelona de 3.090 personas, con unas 40 defunciones diarias. La última gran peste tuvo lugar en 1720, aunque en zonas concretas se vivieron episodios dramáticos mucho después, como es el caso de Mollerussa.

Operarios desinfectando esta semana una estación de tren en plena crisis del coronavirus.

Operarios desinfectando esta semana una estación de tren en plena crisis del coronavirus.EFE

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Operarios desinfectando esta semana una estación de tren en plena crisis del coronavirus.EFE

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