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No son los vandalismos de los chicos de la CUP los que ponen en peligro el turismo, sino el modelo actual del propio turismo, que se caracteriza por no sujetarse a modelo ninguno, salvo, en todo caso, al de matar a la gallina de los huevos de oro, ese que se inspira, a su vez, en el de pan para hoy y hambre para mañana.

Playas maravillosas, paisajes de ensueño, monumentos fabulosos, ciudades bellísimas, gastronomía variada y deliciosa o paisanaje en general amable y hospitalario con el viajero, hemos tenido siempre, y también un número crecido de extranjeros rulando por aquí en pos de todo ello, o de una parte de ello, pero esto de las turbas cruceriles, de las masas ávidas de desparrame y de las multitudes erráticas llenándolo todo, desvirtuándolo todo, liquidando por su desproporcionado número la maravilla, el ensueño, lo fabuloso, la belleza, la gastronomía y hasta, en consecuencia, la mansa hospitalidad, nada tiene que ver con el turismo, y sí con la más desasosegante y brutal exacción.

Instalados, pues, en el modelo de la gallina y del pan para hoy, momento es de darnos cuenta de que cuando esto se acabe, y buena parte de los 85 millones de turistas se vayan a otro sitio, el pan que produjeron se lo habrán llevado los especuladores, los caseros piratas, los fondos de inversión, los propietarios de las cadenas hoteleras y de restauración, en tanto que el hambre se quedará, para repartirla, entre los trabajadores que hoy son explotados sin piedad en la industria turística a cambio de plato y catre, y en Ibiza, ni catre.

Pero aunque los beneficios económicos de ese despojo, de esa degradación de la vida ordinaria, estuvieran algo más y mejor repartidos, ¿desde cuándo los españoles hemos puesto en almoneda la propiedad y el uso de nuestra casa común? ¿Desde cuándo de señores, bien que pobres, hemos devenido en criados? ¿Desde cuándo nos aherroja el contrato por el que nuestros hijos o se suman a la servidumbre del turista, o han de emigrar en busca de empleos y vidas de más aire? No sé desde cuándo todo eso, pero hoy es así.

Eso que se ha dado en llamar turismofobia no es, a falta de racionalidad política, sino un síntoma del instinto colectivo de conservación: el pan de hoy tiene un gusto amargo, insoportable, a hambre de mañana.

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