SEGRE

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Sucedió la madrugada del pasado domingo. Mientras el sol invadía las calles, poco a poco, tomándose su tiempo, la pequeña muchedumbre que seguía despierta se acercó al descampado y se colocó alrededor de las víctimas.

Un muchacho se acercó sigiloso y le dio un golpe en la espalda a una de ellas. A pesar de ser robusta, se quejó y se apartó, sin éxito. La pelea ya había empezado: el resto de chicos se acercó e hizo lo mismo con las otras compañeras. Golpes, sacudidas y gritos, seguidos de intentos de agarrarlas de las orejas y tirar de ellas. Algunos muchachos se atrevieron a subir encima de ellas y hacer equilibrios imposibles. Habían estado bebiendo durante toda la noche, pero la excusa no era esa: “Es divertido, es tradición.” 

Otros chicos reían, hablaban, seguían bebiendo ajenos a lo que estaba sucediendo a unos pocos pasos de ellos. Algunos otros habían preparado una barbacoa y repartían bocadillos de longaniza y panceta a los curiosos que se acercaban a disfrutar del macabro espectáculo matutino. Cada golpe se premiaba con un vituperio, cada tirón de oreja, con una palmada en la espalda, cada caída al suelo, con un fuerte aplauso de los que conseguían, a pesar de las horas, mantener la atención. Unos eran tratados de héroes, los otros, de burros. 

Cuando la barbacoa se hubo quedado sin  carne que asar, el dueño metió a las cinco burras en el camión y se acabó la diversión. Eso significaba que las fiestas de La Granja d’Escarp habían llegado a su fin. La muchedumbre se dispersó camino a sus casas mientras comentaba que “el año que viene dicen que el ayuntamiento autorizará el uso de vaquillas”.

Felices fiestas.

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