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La realidad es que vivimos más y nacemos menos. Las consecuencias económicas y sociales del envejecimiento ya las estamos padeciendo y empeorarán en el futuro. La primera implicación económica corresponde al gasto más importante del Estado, las pensiones. Y de no gestionarse con urgencia, supondrá una carga que no podrán soportar los trabajadores en activo. Es decir, nuestros hijos y nietos. Pero hay consecuencias sociales que están siendo devastadoras.

Me refiero a una Ley de Dependencia, bautizada como el cuarto pilar del bienestar, que no evita la muerte de miles de personas dependientes sin haber recibido lo que por derecho les corresponde. Me refiero a la falta de residencias públicas cuando la mayoría no pueden pagar las privadas. Me refiero también a miles y miles de personas que se hallan en lista de espera, valoradas y sin valorar.

Pienso en una burocracia que su mejor resultado son las ayudas de bajo coste. Y, finalmente, pienso en miles de mujeres que han abandonado su trabajo y su futuro laboral para atender a familiares. Hablo de dignidad. Hablo de necesidades que ya se conocían con antelación. Hablo de personas vulnerables, dependientes, sin alternativa y que nos han facilitado con generosidad gran parte de lo que tenemos. Una sociedad que valora poco a su gente mayor y que, en vez de facilitar las residencias públicas necesarias, se ha dedicado a construir aeropuertos y a llenar el territorio de polideportivos y piscinas municipales, no puede mirarse al espejo.

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