SEGRE

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Mañana de jueves. La puerta abierta de la terraza deja ver un cielo gris y desde la calle llega un sonido insípido y monótono: la radio escupe canciones de algún cantautor falto de estima. Mi mujer rompe la monotonía. Sin desviar la mirada del ordenador exclama que le han concedido a Bob Dylan el Nobel de literatura, lo que para nosotros es una gran noticia. Cierro la puerta y busco entre los lp’s Blood On The Tacks, el disco de Dylan de mediados de los 70 que muchos tenemos por la más maestra de sus muchas obras maestras. El plato gira y la aguja se desliza por los surcos de puro vinilo americano. Un Dylan de voz aún joven, pero que ya presagia el aullido de perro herido que impregnará sus cantos maduros, canta Tangled up in Blue, tema torrencial donde la prosa beatnick se vuelve poema-relato que al final se hace letra de canción. Ahí le escuchamos recogiendo una cosecha de iluminaciones rimbaudianas, horizontes de Kerouac o estrafalarios personajes de la América profunda de las novelas de Steinbeck, alternado las visiones de William Blake con los versos fronterizos de Woodie Guthrie. El disco es de 1975, Dylan tiene 34 años pero sus seguidores saben que con 20 ya demostró haber asimilado la historia musical de su país y lo mejor de unas cuantas tradiciones literarias. Dicen que lo agitó todo en su cabeza para luego sacarlo en forma de canciones cargadas de una personalidad que sorprendía por la juventud de su autor. ¿Es un poeta que ha cambiado la historia de la canción o un cantante que se expresa como un poeta? La verdad es que no tengo ni idea. Lo que sé con certeza es que fue él quien, hace ya mucho tiempo, hizo nacer en mí un inquebrantable y verdadero amor por la poesía.

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