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Imagino que a estas alturas de la historia de la música moderna lo de menos es discutir si este premio Nobel de Literatura para Bob Dylan llega con retraso o, simplemente, no hubiese tenido que llegar, pues debe de haber gente aún que no considere a las letras de las canciones auténtica literatura o poesía. El caso es que aquellos que sí que creemos que la música popular forma parte de la gran cultura y, por tanto, de las bellas letras, nos estamos felicitando desde hace unos días cuando, por fin, supimos de la feliz resolución de los sesudos prohombres de la cultura y de la ciencia suecos (y de otros países, imagino) de que se concedía al famoso creador de Minessota tan preciado galardón. Ahora, en estas breves líneas, más allá de entrar en la fácil, por evidente, glosa de la enorme aportación musical y literaria de Dylan desde hace más de medio siglo, lo que me apetece es reivindicar la importancia de esa música y esas palabras brillantes que él y otros enormes creadores como Leonard Cohen, Paul Simon, Luis Eduardo Aute, Joan Manuel Serrat, Charles Aznavour, Paolo Conte y centenares más de grandísimos escritores de canciones de todo el orbe nos están legado desde hace tantos años y, que por encima de muchas otras cuestiones terrenales que día a día nos acucian, han logrado hacernos felices con su trabajo. Le han llegado a Dylan, por fortuna en vida para poder disfrutarlos, la hora de las felicitaciones y unos parabienes más que merecidos y que se me antojan indiscutibles. Espero que de aquí en adelante, una vez clavada semejante Pica en Flandes, no sea una cuestión de suerte si no de oportunidad y de justicia que se reconozca a los grandes cantautores de cualquier nacionalidad entre los futuribles para tan preciada distinción.

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