SEGRE

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l primer cirio que encendían los comediantes era para que el estreno de su obra no coincidiera con una ejecución pública, espectáculo insuperable en todos sus aspectos. Solapar ambos acontecimientos era garantía de un teatro desierto. Nada puede un escenario contra un cadalso. El público siempre ha preferido el tortuoso realismo de una muerte veraz a una de simulada. Al fin y al cabo, la imaginación siempre ha sido una facultad más griega que romana, y de los primeros ya nos queda poco. La sensibilidad que nos gobierna es más afín a los juegos de circo que a los de escena; nuestras parrillas televisivas nada tienen que envidiar a las usadas en el Coliseo para asar a San Lorenzo, escenificando el martirio original mediante la ejecución de un reo. Dos pájaros de un tiro. La formación del ciudadano se aplicó con distinta inspiración en Grecia y en Roma. Para los atenienses, asistir al Teatro de Dionisos formaba parte de la educación de sus jóvenes, elevando su espíritu; para los romanos, el Coliseo abonaba su crueldad, purgando su compasión. Habitando este contexto, cuesta pretender que el teatro cumpla un fin distinto al de ser un mero entretenimiento. Nuestra sociedad está siendo entretenida como lo estuvo la romana por los intereses de turno. Ciudadanos y esclavos, contribuyentes y marginados son reses -de distinta ganadería, eso sí- que se cuentan por cabezas, no por espíritus. Así, en todo acto público, lo que importa es el número de cabezas. Por ello el teatro no se manifiesta en las escuelas, sino en el formato de muestras, festivales y ferias… de ganado. Fira Tárrega, como en otra medida el Temporada Alta, resulta intrascendente para el ciudadano, ya que el este ha dejado de serlo para convertirse en semoviente. La finalidad real de todo evento escénico promovido desde la res pública no es tanto permitir beber del teatro como abrevar el rebaño.

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