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Mediocracia y poder

(*) Borja Arrizabalaga Uriarte és experto en Lean Management, excelencia operacional y sistemas de gestión integrales, consultor y profesor de INGENIO, Leadership School

Mediocracia y poder

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Ser mediocre es representar el promedio, querer circunscribirse a un estándar social, en resumen, es conformidad. Pero esto no es en principio peyorativo, pues todos somos mediocres en algo. El problema de la mediocridad viene cuando pasa a convertirse, como en la actualidad, en el rasgo distintivo de un sistema social. Hoy en día nos encontramos en un sistema que nos obliga a ser un ciudadano o trabajador o profesional reseteado como promedio, ni totalmente incompetente hasta el punto de no poder funcionar, ni competente hasta el punto de tener una fuerte conciencia crítica. Aquellos que se distinguen por una cierta visión de altura, un espíritu crítico, la capacidad de cambiar las cosas, quedan al margen. Para tener éxito hoy, es importante no romper el rango, sino ajustarse a un orden establecido, someterse a formatos e ideologías que deberían cuestionarse. La mediocracia alienta a vivir y trabajar como “Pollos sin cabeza”, y a considerar cómo inevitables las instrucciones, incluso absurdas, a las que uno se ve obligado.

El origen de esta mediocracia se remonta, según el relato de Alain Deneault, al siglo XIX, “cuando los oficios se transformaron gradualmente en empleos”, se estandarizó el trabajo y los profesionales se convirtieron en “recursos humanos”, reseteados, clasificados y empaquetados como gerentes, socios, emprendedores, autónomos, asociados... Con una eficacia a gran escala que, para Deneault, no tiene comparación en la Historia. En el siglo XIX, la mediocridad se refería al temor de la burguesía al surgimiento de la clase media, que insistía cada vez más en que podría desempeñar un papel en áreas que alguna vez se reservaron para ella, como las artes, las ciencias, la política o el ejército. Desde esa época, autores completamente diferentes como Marx, Max Weber, Hans Magnus Enzensberger o Lawrence Peter informan de una paulatina evolución, lo mediocre se convierte en el referente de todo un sistema.

En el siglo XX hay una inversión de la relación: la “mediocridad” ya no denota lo que la clase dominante teme, sino lo que organiza: un orden en el que los agentes se comportan de una manera media, intercambiable, predecible y remota. Los mediocres tomaron el poder casi sin darse cuenta, como respuesta a una evolución de la sociedad en dos aspectos. El primero, fue la transformación gradual de los oficios en empleos. Esto implicaba una estandarización del trabajo, es decir, algo promedio. Se ha generado un tipo de promedio estandarizado, requerido para organizar el trabajo a gran escala en el modo alienante que conocemos, y hemos hecho de este trabajo promedio algo incorpóreo, que pierde significado y que no es más que un medio para que el capital crezca y para que los trabajadores puedan subsistir.

La aparición de corporaciones multinacionales en muchos sectores después de la Segunda Guerra Mundial, lo que alentó el desarrollo de protocolos de trabajo estrictos y controles administrativos globales. “El trabajo, ahora estandarizado, se reduce a una actividad con criterios precisos e inflexibles que sólo permite la subsistencia. Como profesor, como administrador, e incluso como artista, uno está obligado a someterse a modalidades hegemónicas para subsistir.”

Podemos permitirnos vivir en la mediocridad siempre que la degradación generalizada nos satisfaga y estemos de acuerdo en la infantilización en la que el capitalismo nos sumerge en cuestiones políticas. Si estamos globalmente satisfechos con el simple estado de “empleado” y “recursos humanos” (¡tristes expresiones ahora trivializadas por el vocabulario de la administración!) o si nosotros mismos percibimos el mundo desde el punto de vista de los consumidores reseteados por el marketing, no hay razón por la cual este régimen deba detenerse. Sin embargo, nos enfrentamos a problemas demasiado graves: el calentamiento global, la contaminación del aire, el colapso de las instituciones públicas… Hay tantas amenazas que no podemos estar satisfechos con confiar el poder a jefes sin visión y sin convicciones. Estamos en un punto de inflexión, la cuestión es tanto política como moral, y se refiere a en qué colectivamente merecemos algo mejor.

Para el poder, la mediocridad no es sinónimo de incompetencia. Los poderes establecidos no quieren perfectos incompetentes, trabajadores que no cumplan su horario o que no obedezcan órdenes. En realidad cuesta ser mediocre. Uno puede ser un mediocre muy competente, es decir, aplicado, servil y libre de todas las convicciones y pasiones propias. En ese caso, el futuro es suyo porque las instituciones de poder son reacias a codearse con personas comprometidas política y moralmente o que sean originales en sus pensamientos y métodos.

Hace tiempo que dejaron de estar los más listos en el Gobierno o en los comités de dirección pero no porque los gobernantes o directivos de alto rango sean más incompetentes, sino porque los demás somos ahora más competentes. Antes los políticos y directivos eran más brillantes por comparación con la media. Hoy los políticos y directivos destacan menos no porque sean más mediocres sino porque se ha reducido la distancia entre el que lidera y los liderados, y dentro de los liderados, hay muchos líderes naturales que en cualquier momento brillan con luz propia, al salirse del “sendero” marcada, gracias a sus talentos de visión, creatividad, innovación y espíritu crítico, que les caracteriza.

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