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La imaginación heredada

La imaginación heredada

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Existe quien le pone imaginación y otorga una vuelta de tuerca a historias que ya habíamos visto animadas por obra y gracia de los grandes estudios Disney, como es el caso de la adaptación del notable cineasta Terrence Malick con El nuevo mundo, visión poética y trágica de la relación entre John Smith y Pocahontas. Otros han hecho del mundo de los cuentos adaptaciones libres, incluso irreconocibles, para conquistar un público nuevo que demanda más brío, más héroes y más técnica digital entre seres de carne y hueso. Disney no se ha quedado atrás en humanizar sus dibujos –un claro ejemplo es El libro de la selva– y con La bella y la bestia ha querido jugar a caballo ganador, a recuperar a Bella, ese personaje femenino que resulta diferente al resto; a esa Bestia atrapada en una maldición que avanza inexorablemente, y en construir belleza desde la oscuridad a base de romanticismo y, por qué no decirlo, cursilería que se hace fuerte porque nada será igual. Bill Condon, responsable de dos entregas de la saga Crepúsculo, sabe cómo movilizar a los aldeanos franceses, cómo retratar al idiota y cómo crear una atmósfera que funciona porque todos la reconocen. Como las canciones creadas por Alan Menken; como el musical que ha estado trece años ininterrumpidamente en Broadway, y esos objetos con sello Disney que cobran vida para alegrar una historia que entremezcla lo macabro con lo remilgado con naturalidad. Es la memoria inmediata y, atrás, olvidada entre la niebla de su blanco y negro surrealista y gótico, queda aquella admirable versión de Jean Cocteau, tan bizarra en su día. Son otros ámbitos, otros tiempos, tiempos en los no recordamos lo que sucedió anteayer.

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