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La muerte es el principio

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El enigmático Egipto, su cultura milenaria, sus faraones, su arquitectura, sus dioses. Anubis que acompañaba en la muerte, Osiris que presidía el tribunal que podía convertir en inmortales a los hombres. Todo está cargado de mítica. Desde que Howard Carter descubrió la tumba de Tutankamón y sus tesoros existe esa atracción por los enigmas de las tierras del Nilo, la embalsamación, las momias que duermen eternamente en los museos y las tumbas profanadas que te maldicen. Un tema tan sugerente no pasó desapercibido para la Universal, la creadora en la década de los 30 de los monstruos más famosos de la historia del cine, y bajo ese halo maldito, de amor perdido, de venganza, resucitó de la mano de Karl Freund –y con el mítico Boris Karloff y su hipnotizante mirada– tan fascinante personaje. A finales de los 50, Terence Fisher con Peter Cushing y Christopher Lee le dio personalidad británica al tema y, tras muchas versiones, casi todas más patéticas que gozosas, llego la franquicia firmada por Stephen Sommers, acercando el mito a nuevas generaciones, aportando la aventura por la aventura, para acabar convirtiendo una idea modernizada en un carnaval. Así pues ¿era necesario despertar de nuevo a un ser que ahora es todo ambición, razona con frialdad, es dueña de un beso mortal, y de un atractivo que no ha hecho mella en milenios? La Universal ha querido retomar el tema y lo ha hecho de un modo absurdo. Proliferan los efectos especiales dentro de un guión delirante con templarios y zombies, y en el que asoma hasta un doctor Jekyll y su homónimo Hyde –pobre Stevenson–, y con un Cruise y un Crowe tan prescindibles como la película en sí.

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