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Un mar de conejos blancos

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Un mar de conejos blancos. Así ve la joven Suzu la espuma del agua empujada por el viento en su Hiroshima natal, en los años anteriores al lanzamiento de la bomba atómica. Años idílicos, familiares, perfectos en esa feliz rutina cargada de inocencia.

Suzu contraerá matrimonio e irá a vivir a la ciudad de Kure cuando la tormenta de la guerra comienza a vislumbrarse en movilizaciones, en racionamientos, en control ciudadano. Ella dibuja lugares y edificios, deja constancia de lo que posteriormente solo serán ruinas sobre las ruinas, la nada, como en un ejercicio cargado de nostalgia.

Hay en esta película un notable uso del dibujo, preciso, minucioso, recuperando técnicas realizadas a mano, sin aprovecharse de las posibilidades que ofrece trabajar en 3D, y recurriendo a la delicada creación artesana que se impregna del mimo con que se realizan historias depuradas técnicamente en cada paisaje, en cada gesto, en toda la magnitud de unos hechos trascendentes en la historia vistos desde una perspectiva humilde, cotidiana, esforzada en cada uno de los personajes que sufren y soportan con tristeza, el dolor, las penalidades, el sentimiento de pérdida, ese vacío existencial que deja el recuerdo de un tiempo que fue mejor y que ahora flota en el aire cargado de melancolía.

Profundamente antibelicista, la película En este rincón del mundo se hermana por derecho propio con la extraordinaria La tumba de las luciérnagas de Isao Takahata, ambas entroncadas por un terrible hecho que ha dejado huella, que sigue abierto como una herida que no cicatriza, que nos amenaza desde el pasado. Una melancólica película, de mirada limpia, e incluso esforzadamente optimista en tiempos de ceniza.

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