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Mutilación del arte

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Un pilar del cine europeo, cronista de la política social y de sus tragedias en la Polonia de la postguerra por los símbolos y la ocupación soviética, Andrzej Wajda, realizador de grandes obras maestras y fallecido en octubre del pasado año, deja como epílogo una mirada tan austera como sincera sobre el pintor Wladyslav Strzeminski, una de las figuras más relevantes del arte de vanguardia, y de su caída a los infiernos durante el régimen comunista.

Un hombre que cuenta con el apoyo de una hija solidaria hasta en los peores momentos y con la admiración de sus incondicionales estudiantes, que ejercen la resistencia ante la represión que se practica sobre el maestro. Un ser limitado físicamente por ser mutilado de guerra y al que se le niega ya no solo el reconocimiento sino que se le condena al ostracismo al no querer alinearse con la formalista idea del arte impuesta por la cultura stalinista al servicio del poder.

En un momento del film, el pintor y su amigo poeta aseguran que se elogia a los que adulan y aseguran que los artistas pueden morir de dos formas: hablando demasiado de ellos o que no se hable en absoluto.

Wajda deja como última herencia fílmica un potente alegato en torno al talento sacrificado por la crueldad de los manipuladores de masas que hacen desaparecer a los genios libres que, aún en su penuria, siguen siendo artistas hasta el último aliento pese a la miseria, la exclusión y el hambre, mientras que los movimientos políticos sean del color que sean se desmoronan uno a uno y la memoria hacia el arte y sus artistas les sobrevive.

Porque una cosa es dirigir una política cultural y otra muy distinta es querer dirigir la cultura.

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