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El presidente en su laberinto

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Una cumbre de gobernantes sudamericanos de altura y en las alturas, en un hotel chileno anclado entre montañas y nieve –es inevitable retrotraerse a El resplandor, de Kubrick– y allí, en la soledad del poderoso principiante, con ese aura de ser invisible para un país, Argentina, que tiene el sentido de la crítica como un gen natural, entre una atmósfera de tensión encerrada en sí misma, se mueve y reflexiona el personaje de La cordillera. Intentando abarcar todo lo que le envuelve entre mandatarios que, como el de México, tiene mucho de pinche cabrón –encarnado por el gran Giménez Cacho– en maniobras que pueden decantar el resultado hacia un lado u otro. Asesorado por un jefe de gabinete acostumbrado a imponer su ley, y por esa mujer que en las sombras despeja las tormentas (Érica Rivas). Evaluado por la periodista incisiva o por los que con orgullo se llaman a sí mismos “los malos”, los norteamericanos que mueven la oferta y la contraoferta, los que inventaron la estrategia del desorden, amén de tener que medirse con un rival que sabe del peso que tiene en la zona. La película de Santiago Mitre, ganador en la decimoctava edición de la Mostra de Lleida por El estudiante, tiene más de drama psicológico que de thriller. Promueve la angustiosa realidad de un hombre que habita en los fantasmas de su hija (Dolores Fonzi) y busca en los pliegues emocionales y en una crónica sobre el poder la razón de ser de esta historia que protagoniza Ricardo Darín. Y qué les podría decir yo de este actor que no se haya dicho ya, aquí con una contención que congela cada plano y que en sus silencios lo dice todo. Pues eso, ya lo saben, está al alcance de muy pocos.

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