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No es esta una película para nostálgicos. Lo que ocurrió hace ya más de treinta años con esos alienígenas que venían a conseguir trofeos craneales en las dos primeras entregas no es la excusa. Ya que aparte de que está en su propia naturaleza y en los muchos ADN de los que se han ido alimentando en sus conquistas estelares para ser más poderosos, más letales, más de todo, es que en aquellas entregas, los humanos, las presas, los derrotaron, así que hay que ponerle al tema una buena dosis de desquite, de venganza. La consigna de este avispado director de nombre Shane Black, que tiene en su historial participación en un buen número de taquilleras producciones y que se sabe la historia del primigenio Depredador de 1987 porque actuó en aquella película junto al incombustible Schwarzenegger, es meterle sangre y risas a esta producción renovada. Gags con mucha sal gruesa y carne picada, aportando a la historia un guión que esparce por aquí y por allá males endémicos de este castigado planeta que es el nuestro; un niño con mal de Asperger que tiene su importancia; una científica con tan buen corazón como mala hostia; una criatura esquiva que tiene la clave para nuevas entregas; los susodichos y malparidos seres espaciales con mascotas incluidas, y el jocoso protagonista junto a una tropa de descerebrados que representan ese núcleo que ha de reventar los planes de los cazadores interplanetarios una vez más. Predator es un artefacto disparatado y monumental. Y hay que verlo así, como una enorme y sangrienta atracción de feria puesta al día donde no caben elucubraciones ni dobles sentidos, sabiendo que lo que se ve es lo que hay. Efectismo, desmadre y punto.

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