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Sánchez pide un gobierno a los Reyes Magos

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Tras meses de hastío de la ciudadanía ante la incapacidad de formar gobierno, llegaron las elecciones y las sorpresas disparadas: domingo con subidón inquietante del nacionalpopulismo; lunes con retirada, de todo, de Albert Rivera; martes con abrazo inesperado de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias; miércoles de críticas de otros partidos; jueves con primeros contactos fríos con Esquerra Republicana, llave de una posible investidura; viernes de distensiones internas en el PSOE, desde Felipe González a barones autonómicos; y así sucesivamente.

Pedro Sánchez, ilusionado, le pidió un gobierno a los Reyes Magos, pero está por ver que se lo traigan. La falta de un partido de centro capaz de pactar a derecha o a izquierda deja la solución en manos de nacionalistas e independentistas. Y, especialmente los catalanes, exigen sin límite por miedo a que les llamen traidores si pactan. Por eso, aunque sea tan necesario, hay dudas razonables de que este proyecto vaya a salir bien. A Sánchez solo le queda un argumento y lo usa: “Tomen esto porque cualquier otra alternativa será peor.” Cierto.

Todos diciendo que en España sobran partidos políticos –basta con ver el Congreso de los Diputados con fuerzas estatales, autonómicas y hasta provinciales, como Teruel Existe– y, sin embargo, se echan en falta dos: un partido nacional de centro y una fuerza de catalanismo moderado. Sin esas dos opciones difícilmente se estabilizará la política española.

Partido de centro ya había uno, Ciudadanos, y bien potente, en abril; Albert Rivera lo levantó heroicamente y casi lo hundió al enfermar de ansiedad por alcanzar la Presidencia. Fue impecable su retirada en un país en el que casi nadie dimite; pero en abril tenía la llave para estabilizar el país, permitiendo un gobierno presidido por el primer partido, el Socialista, y la tiró al mar. Volvimos a elecciones porque Sánchez quería más, pero hoy tiene menos; y Rivera quería mucho más, y acabó en nada. Inés Arrimadas, la mejor opción, tendrá difícil, aunque no imposible, refundar un partido fiable, alejado de los bandazos y la decepción. Pero eso llevará bastante tiempo.

En Cataluña, entretanto, prosigue el penoso espectáculo diario de la autolesión al prestigio y a la economía a manos de vándalos que cortan carreteras y estaciones de tren impunemente para desespero de vecinos, comerciantes, industriales, transportistas y estudiantes, engordando al nacionalpopulismo español más rancio. “Hay quien cree que por conseguir la independencia vale destruir el país”, escribía el director de La Vanguardia, Màrius Carol. Puigdemont, Torra y compañía están en eso, impasibles ante el daño que se causa a un turismo con crecientes anulaciones, una Fira que si pierde el World Mobile entra en números rojos, unas inversiones que excluyen Cataluña como destino y otras que ya están pero que hay que apuntalar para que no se vayan, incluidas las fábricas de coches. Una tristeza. Solo la reacción de la sociedad civil contra el vandalismo en la calle y la irresponsabilidad de algunos políticos que lo alientan y lo dirigen puede terminar con esto. Hay indicios ya, como el retroceso en las encuestas, y en las votaciones, de los que quieren la independencia. O los vecinos que se atreven a declarar en televisión su hartazgo. O los 300 asistentes ¡en Girona! a la presentación del libro, ya agotado, de Albert Solé Estàvem cansats de viure bé (Estábamos cansados de vivir bien) que, con estilo humorístico, se burla del propio Puigdemont en su casa. Es poco, pero es algo. Hay un partido en marcha, la Lliga Democràtica, que corre para llegar a tiempo a presentarse a las elecciones catalanas que se ven venir, y dar voz al catalanismo que no comprende cómo gente moderada, y hasta conservadora, basculó hacia la radicalidad intolerante. Costará recuperar la convivencia, pero no todo está perdido. Otra cosa es que podamos comer el turrón con un gobierno normal en España; que no sea provisional, como en los últimos cuatro años.

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