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La brecha digital de los que no tienen brecha digital

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Joan Teixidó

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¿Puede sufrir alguien el ya desgastado concepto de la brecha digital si nunca ha tocado nada que sea, ni se aproxime, a nada que sea digital? Sí, claro. La respuesta puede ser evidente. El mundo no deja de girar, la sociedad avanza y la invención de una start-up en Hong Kong puede hacer cerrar una tienda de comestibles en el corazón del Urgell. Sirva para ilustrar la también desgastada metáfora de congreso de autoayuda de la mariposa que volea en algún rincón de mundo y que provoca tormentas a no sé donde.

La brecha digital de los que no han tocado nunca nada digital existe. Y tiene nombre. El nombre de nuestra tía, del cuñado y del consuegro, los que se han resistido a dejar de lado, por ejemplo, sus teléfonos de tapa, porque duran más y no hay que cargarlos, o por lo que sea. Viven todos ellos en nuestra sociedad, quizás tanto o más felices que nosotros, los que nos hemos digitalizado, los que vivimos en uno de los extremos de este eje perverso nosotros-ellos de la digitalización. Hablaba de la tía y del consuegro. O de quién sea que no quiera seguir el ritmo de los acontecimientos de la tecnología. Los que no se comprarán nunca unas gafas para entrar al metaverso, que prefieren leer un libro por la noche porque la alternativa a ver Reels en Instagram ni existe en su imaginario, o que la palabra Aliexpress les suena a cuento rápido de cueva y ladrón.

A estos, su caja o banco de referencia les ha cerrado la oficina que tenían en su pueblo. Donde iban cada tres días a actualizar en la ventanilla de turno la libreta de ahorro. Porque su dinero es sagrado, como el nuestro, y queremos saber. Las han cerrado porque los beneficios de los bancos y cajas tendrían que ser un 3 por ciento más elevados que los del año anterior, que no es lo mismo tener beneficios de 15.000 millones que tener de 15.500, y porque el alquiler de una oficina mínima en un pueblo de 250 habitantes en Les Garrigues ya no era asumible.

Igual que el salario del pobre trabajador que tiene que atender a estos outsiders de la modernidad. En definitiva, atender a sus clientes. Los bancos que antes se peleaban por tener el mejor escaparate del pueblo, la mejor esquina en la calle principal, ahora colocan carteles que avisan de los horarios de atención de la oficina principal, situada ahora en la capital de la comarca. Para atender mejor y ser más sostenibles, dicen con sorna. Lo que no es tan sostenible son los diez o veinticinco minutos del motorcillo diésel del tío hasta la capital.

¿Y todo eso, por qué? La excusa –porque siempre hay alguna excusa– es que ahora lo tenemos que hacer todo con el móvil, de manera que usted, tía, consuegro, cuñado viudo alejado de los ceros y unos, tendrían que leer sus ahorros y pensión en una aplicación en el móvil que se debe abrir utilizando la huella dactilar y con otra aplicación de confirmación en la cual tienen que poner un código que les llegará por SMS. Esta. Esta es la brecha digital de los que no tienen brecha digital.

¿Pero eso no era, precisamente, la brecha digital? Podría pensar ahora usted, lector. Y yo le digo que no, que la brecha digital sólo la ha sufrido aquellos que saben que la han sufrido. Hay gente que, directamente, no ha querido saber nada. Y que ahora se encuentra con las consecuencias de un mundo que ya empieza a pesar demasiado.

Hablaba antes de la tienda de que cierra en el corazón del Urgell porque unos jóvenes disruptivos y rompedores, con las mínimas pretensiones que las de hacerse multimillonarios, han inventado una start-up en Hong Kong que se ha hecho global y que ayuda – qué mala leche eso de pretender ayudar desde Hong Kong a un pueblo del Urgell– que, con un par de clics, una central reparta en dron cosas cada dos días en las puertas de la gente. La gente lo asume, deja de comprar a la tienda de comestibles del pueblo y esta acaba cerrando.

La canción que cada día huele el aire de las pequeñas poblaciones de las comarcas de Lleida, como una membrana de niebla del capitalismo y el absurdo a punto de caer inexorablemente encima de nuestras cabezas en forma de noticia en el ebando de que, a partir de la semana que viene, la tienda de Montse cerrará. Y sumará otra víctima de esta brecha, que quizás ya no es digital, sino social, humana o económica.

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