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El President de la Generalitat, Carles Puigdemont, reivindicó ayer el pacifismo, el civismo, la serenidad y la democracia, que representó en la figura del President Lluís Companys, como ejemplo de la reacción de Catalunya frente al Estado español ante un conflicto como el actual. “En un momento como este, el Govern queremos reiterar nuestro compromiso con la democracia y la paz”, como inspiradores. La decisión que hoy debe tomar el presidente catalán no es sin duda nada fácil porque han de converger los intereses de todo el pueblo catalán –los que le votaron y los que no–, los del poder económico –poco amigo de cambios–, la presión del Estado español y sus actuales gobernantes –inmovilistas hasta la obcecación– y el orden internacional, sobre todo europeo, nada partidario de aceptar sin más un nuevo estado por miedo al efecto dominó que podría tener en el continente. La solución no es fácil, porque todos los escenarios dejarán heridas, pero lo que está claro es que la última palabra la deben tener los ciudadanos, porque esta es la grandeza de la democracia. Europa no puede cerrar la puerta a las aspiraciones de buena parte de la ciudadanía catalana por miedo a que otros puedan imitarle, al contrario, las democracias más antiguas del mundo tienen la obligación de buscar la manera de progresar colectivamente sin diezmar por ello las aspiraciones políticas de sus pueblos. En cuanto a España, tiene todo el derecho del mundo a reivindicar su unidad en aras al bien común, los siglos de convivencia compartida y los intereses económicos comunes, pero en ningún caso es lícito obligar por la fuerza a una nación como Catalunya a renunciar a sus anhelos de autogobierno en base a una Constitución que no es la Biblia, y ni que lo fuere, porque a nadie se le escapa que su redactado se pactó bajo presión del franquismo. Por último, el gobierno de la Generalitat ha de ser consciente que si bien tiene el apoyo de una mayoría parlamentaria suficiente, la aritmética social es mucho más ajustada y se hace complicado cambiar definitivamente el futuro de un país con unas proporciones tan igualadas. Por tanto, harán bien todos los actores de este momento histórico de tener en cuenta estas premisas y buscar una salida política que permita garantizar la convivencia, preservar la recuperación económica, y sobre y ante todo, garantizar que la democracia y los ciudadanos tendrán la última palabra.

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