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Hace poco más de seis meses el gobierno central aplicó el artículo 155 de la Constitución, cesó al gobierno catalán, disolvió el Parlament y apoyó una judicialización del conflicto catalán que se ha saldado, de momento, con nueve personas encarceladas y siete instaladas en Bélgica, Alemania, Escocia y Suiza con la certeza de que, si regresan a su país, tienen muchísimas posibilidades de acabar entre rejas. Medio año después, Quim Torra se convertirá hoy en el 131 presidente de la Generalitat o, lo que es lo mismo: Carles Puigdemont, el jefe del ejecutivo catalán cesado por el 155 regresa al Parlament, ya que el propio Torra considera que es él el legítimo presidente. Si el gobierno central pretendía cambiar la situación en Catalunya, es obvio que no lo ha conseguido. Ante este panorama creemos que lo más sensato es que, de una vez por todas, se imponga lo que siempre hemos defendido desde este espacio editorial: buscar una solución política a un problema que es político. Torra ha dejado claro su compromiso con la República y con los mandatos del 1O y del 21D y eso choca con la visión que mantiene el gobierno central, según la cual la legislación vigente –Constitución y Estatut– no permite aplicar estos principios de forma legal. Se puede seguir haciendo lo mismo que ahora (aplicar la justicia penal y llenar las cárceles con más independentistas), pero si eso no ha arreglado el problema hasta ahora desde una óptica del Estado, no tiene sentido pensar que a partir de hoy lo va a hacer. Se impone un diálogo político sin condiciones en el que se pueda hablar de todas las opciones, sin cerrar la puerta a la posibilidad de la celebración de un referéndum legal, pactado y con todas las garantías para que se pueda determinar de una manera fiable cuáles son las mayorías sociales del país y, en función del resultado, actuar en consecuencia. Si las leyes actuales no permiten aplicar una solución de semejante radicalidad democrática, hay que hacer todo lo posible para corregir esta situación, porque de otra forma el problema, lejos de solucionarse, se agravará cada vez más. En una democracia sana la radicalidad democrática nunca puede ser un defecto, sino todo lo contrario. Llevamos años defendiendo en estas páginas el diálogo político. El gobierno central, sin embargo, ha optado por otra vía. Tras ver los resultados obtenidos, creemos humildemente que podemos concluir que llevábamos razón.

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