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Hoy se celebra el Día Mundial del Refugiado sin que se hubieran apagado los ecos de la llegada del Aquarius a Valencia y con un nuevo récord de desplazados en el mundo, 65,3 millones de personas, según los datos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, Acnur, que constata un incremento de un 55 por ciento en los últimos cuatro años y la dramática cifra de que una media de 24 personas tienen que abandonar su hogar cada minuto, 30.000 cada día. Huyen de la pobreza, de la guerra, o de las dos cosas y buscan un mundo mejor en Occidente, son víctimas de las mafias que operan impunemente, arriesgan su vida en pateras y luego se encuentran con la incomprensión de los países teóricamente civilizados que levantan muros y se justifican diciendo que no pueden acoger a todos los que intentan entrar. Estamos ante un problema global que desgraciadamente irá a más porque las desigualdades siguen aumentando y más en el Tercer Mundo, que exige políticas conjuntas para intentar pacificar las zonas en conflicto sin avivar las guerras como está sucediendo y también para fomentar la inversión en los países pobres y favorecer su desarrollo, pero no se puede dejar desatendidos a los que llegan. Y hay que denunciar la brutal estrategia de Trump de separar a los niños de los padres que no llevan papeles para conseguir un efecto disuasorio y también hay que lamentar que Europa esté dejando de ser tierra de acogida como presumía en su espíritu fundacional. Merkel y Macron ya se han puesto de acuerdo en reformar la eurozona y también en una propuesta sobre la crisis migratoria que contempla reforzar las fronteras exteriores de la Unión Europea y restringir todavía más el derecho de asilo. Más lejos aún va el Consejo Europeo, que propone crear grandes centros de migrantes pero fuera de las fronteras de la UE, que se convertirían en las plataformas a las que se desviarían todos los inmigrantes irregulares. Es algo parecido a lo que se intentó con Turquía, para que acogiera inmigrantes a cambio de dinero, y lo que en la práctica también hacía Italia con Libia o incluso España con Marruecos, pero también una forma de sacudirse el problema de encima y trasladarlo a otros países, confinando a los que llegan en grandes campos de refugiados en países que no brillan por el respeto a los derechos humanos. Dicen que estarían bajo el control de la ONU, pero tampoco esto es una gran garantía.

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