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Se cumplen hoy cuarenta años de la aprobación de la Constitución española, algo que para unos es motivo de celebración y de fiesta de exaltación de la democracia y para otros de recordatorio de una situación que consideran injusta. Como siempre, en medio hay muchos matices y conviene ponerlo todo en su contexto, y así habrá que valorar como un paso importante para un país que salía de 40 años de dictadura franquista que se dotara de un marco legal que garantiza los derechos y las libertades individuales, que se consagrara la legalidad de partidos y sindicatos que habían estado prohibidos, que se reconociera la existencia de “nacionalidades y regiones” y la diversidad lingüística y cultural, que se constituyera, en suma, una democracia basada en el voto libre de los ciudadanos. Fue un salto importante porque veníamos de una dictadura, porque los poderes fácticos querían mantener las esencias del régimen franquista y porque la sociedad española estaba zarandeada por el terrorismo y amedrentada por el ruido de sables en los cuarteles. Y, en consecuencia, es más valorada por quienes habían vivido sin Constitución que por quienes han vivido toda su vida con este sistema democrático. Pero ni conviene ensalzarla como la panacea que lo tiene todo resuelto, ni denostarla como hacen otros como una rémora para la democracia efectiva y real. La Constitución del 78 es fruto de su tiempo, de una sociedad que tiene poco que ver con la actual ni en sus costumbres, ni en sus hábitos, ni en sus preocupaciones, que se hizo como se pudo, transaccionando muchas cosas y con cesiones de las diferentes partes y, hasta ahora, ha sido un instrumento útil para la convivencia, y habría que intentar que siga siéndolo con todas las modificaciones necesarias, porque no deberíamos estar ante un texto cerrado y hermético. Desde la perspectiva de 2018, parece evidente que no se resolvió bien el título VIII, que regula autonomías y nacionalidades, con el que se buscó adaptar el modelo alemán de los lands a la obsesión ucedista del “café para todos”, o que tampoco se afrontó el debate monarquía-república, ni se delimitó claramente la separación Iglesia-Estado en cuestiones como la enseñanza o los aforamientos, pero el balance global es positivo aunque ahora viva tiempos tormentosos. Cualquier obra de 40 años necesita reformas y mejoras y, para ello, deben buscarse los consensos necesarios.

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