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La denuncia de casos de abusos sexuales a menores en colegios e instituciones religiosas sumó el viernes un nuevo capítulo, después de que exalumnos del colegio Maristes de Lleida hicieron público que entre principios de los años setenta y mediados de los ochenta sufrieron tocamientos en sus partes íntimas por un religioso, que efectuaba las funciones de conserje, durante las revisiones médicas a las que eran sometidos periódicamente. El presunto autor de estos abusos ya hace años que falleció, y la escuela salió al paso de esta denuncia asegurando que nunca había tenido conocimiento de estos hechos y animando a todos los afectados a contactar con el centro. Una versión que no casa con la que ofrecen los denunciantes, que sostienen que era “un secreto de dominio público” en la institución. Más allá de esta discrepancia, llama la atención la actitud pasiva que han mantenido la propia Iglesia y las distintas órdenes religiosas en relación con estos escándalos. Los Maristas constituyen un ejemplo palmario de esta actitud, ya que estos abusos se destaparon hace cuatro años a raíz de que el exprofesor Joaquín Benítez fuera acusado de varios casos en la escuela marista de Sants-Les Corts, por cuatro de los cuales, sucedidos entre 2006 y 2010, fue juzgado hace dos semanas. Antes, en 2011, seis exalumnos ya habían denunciado hacer sufrido abusos en los años setenta en otros centros de la misma orden en Badalona y Barcelona y en un albergue. Teniendo en cuenta estos antecedentes, hay que preguntarse por qué los responsables de la orden no se pusieron en contacto con exalumnos de todos sus centros para recabar información y poder actuar en consecuencia, prestando la atención necesaria a todos los que pudieran haber sido víctimas de abusos y tomando medidas contra los presuntos culpables, en el supuesto de que todavía estuvieran en activo o siguieran formando parte de la orden. Lo mismo sucedió en la abadía de Montserrat, donde al menos dos abades ocultaron una denuncia por este tipo de hechos contra Andreu Soler, el monje que dirigía el grupo de “scouts” del monasterio, y finalmente se limitaron a apartarle del puesto al destinarlo al santuario del Miracle, en el Solsonès. Esta táctica de esconder la cabeza debajo del ala a la espera de que escampe la tormenta resulta inadmisible y, además, va en contra de algunos de los principios fundamentales que la Iglesia dice representar.

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