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El 1 de abril del 2018, el semanario Le Point titulaba “Orad por Notre-Dame”. El subtítulo decía: “Hacen falta 150 millones de euros para restaurar la catedral, abandonada desde el siglo XIX”. Y subrayaba “el desolador estado de una joya en peligro”. La periodista Violaine de Montclos describía “un cementerio de gárgolas, de quimeras y de trozos de pináculos, amontonados en desorden detrás de la fachada este, mientras que los visitantes frecuentan la occidental, restaurada”. “Era un decorado soviético –ironizaba el responsable de comunicación de la catedral y portavoz de Amigos de Notre-Dame, André Finot–. Una fachada guapa y detrás una ruina”. El aparcamiento salvaje, compartido por el rector, monseñor Chauvet, y algunos empleados, tiene peligro: “Quienes lo utilizan –decía Finot– saben que pueden llover piedras”. Y recordaba el suceso que “el 15 de agosto de 2016, de madrugada, en la calle del Claustro, un turista vio, aterrorizado, como caía a su lado una cabeza de gárgola”. Esta era, el lunes por la mañana, la realidad de la catedral más visitada del mundo y uno de los símbolos más queridos de París, incluso por delante de la Torre Eiffel, porque sus paredes y su silueta majestuosa han sido testigos de los momentos más importantes de Francia y de la Europa de las libertades conquistadas en la calle. Pintores, escritores y artistas en general han inmortalizado las fechas más importantes y simbólicas del país galo en miles de pinturas y páginas de libros, pero su realidad era desoladora, sin ninguna administración que quisiera hacer frente a los multimillonarios gastos que requería su conservación. Fiscalía apuntó ayer al accidente como causa más que probable del fuego que arrasó parte de Notre-Dame y con ella una parte importantísima de los tesoros que albergaba, pero, sin duda, como en tantos otros tristes sucesos de la humanidad, muchos son los responsables de la chispa que prendió el fuego. Es un aviso para navegantes, como lo fue la caída del puente de Génova en agosto del pasado año, y aunque en este caso y, por suerte, no tengamos que lamentar víctimas, sí es importante que todas las administraciones recuerden que los monumentos y las infraestructuras requieren un mantenimiento y control exhaustivo. Su reconstrucción está asegurada, pero sirva esta desgracia para recordarnos que la historia y el patrimonio también tienen un precio.

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