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Fue un día triste el de ayer porque ningún demócrata puede alegrarse de que condenen a penas que llegan a los cien años a quienes habían sido elegidos por sus conciudadanos para gobernar el país y aunque hayan podido cometer errores han defendido siempre la vía pacífica y en ningún momento, ni en el juicio, ni en la sentencia, han podido probarles ninguna actuación violenta. Pero es más triste aún porque con la sentencia, dura y, en algunos casos, contradictoria, no se resuelve absolutamente nada como piensan en Madrid, donde reclamaban aún más dureza, más escarmiento y más venganza, sino que se profundiza la brecha, se ha multiplicado la indignación y se complica aún más cualquier solución a la relación entre Catalunya y España. El Supremo ha hecho equilibrios para contentar a la fiscalía y una derecha que exigía venganza e intentar ajustarse a los hechos probados y para ello se centra en la manifestación ante la conselleria de Economía y las votaciones del 1 de octubre para considerar que los nueve condenados son culpables de un delito de sedición, es decir, “alzamiento violento y tumultuario” para impedir el cumplimiento de la ley. Les acusa de una estrategia sediciosa para pulverizar la Constitución, de crear “un artificio engañoso para movilizar a unos ciudadanos que creyeron estar asistiendo a la creación de la república catalana” pero asegura en otro párrafo que “bastó una decisión del TC para despojar de efectividad los instrumentos jurídicos que se pretendían hacer efectivos por los acusados” o que “la conjura fue abortada con la mera exhibición de las páginas del BOE que publicaban el artículo 155”. Si la DUI del 27-O fue “simbólica e ineficaz” como dice y si la ley y la Constitución estuvieron siempre vigentes, ¿dónde está la sedición?, ¿o el alzamiento violento y tumultuario en lo que era una manifestación como otras? El riesgo de la sentencia es que se puede criminalizar el derecho de manifestación o incluso la defensa de la independencia en lo que sería un grave paso atrás en cualquier sistema democrático y que se aplican las condenas en su grado más duro por un conflicto político difícilmente tipificable como delito penal. Dijo el vicepresidente del Supremo Ángel Juanes que “los jueces no están para resolver problemas políticos, tienen que ser los políticos los que los resuelvan”. Pues eso, pero que los jueces tampoco los agraven y que los políticos empiecen a resolverlos.

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