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Cada verano se repiten escenas de personas durmiendo al raso en la ciudad de Lleida y el conseller de Trabajo, Chakir el Homrani, y el alcalde, Miquel Pueyo, reconocieron el jueves que hace “demasiados años que dura esta situación” y se conjuraron para trabajar juntos para que el próximo no se repita. El problema está en que en julio del 2019, los mismos protagonistas ya llegaron a un pacto similar y 12 meses después, y con una pandemia y su crisis sanitaria correspondiente, volvemos a estar igual. Además, las soluciones que proponen (un alojamiento estable para estas personas que vienen confiadas en lograr un trabajo que no existe –nadie puede ofrecer empleo a ciudadanos sin papeles–, y pedir al Estado que “tenga valentía política para regularizar a estos migrantes”) llevarían tiempo y, la segunda, un cambio legal. En primer lugar, los sindicatos agrarios, los productores, los ayuntamientos y la conselleria de Agricultura ya mantienen un contacto permanente para dotarse cada año de los 30.000 o 35.000 temporeros que pasan por las comarcas de Ponent durante la campaña frutícola. Esta actuación conjunta ha permitido que, desde hace ya muchos años, los trabajadores del campo tengan un convenio firmado por sus representantes sindicales y que incluye un sueldo según convenio, un techo y condiciones sanitarias y laborales dignas. Y si hay desalmados que no cumplen, corresponde actuar contra ellos, no criminalizar al sector. Esta campaña, además, se ha dado un permiso de trabajo de dos años a menores migrantes no acompañados y se han ampliado los permisos temporales a inmigrantes a quienes les iba a caducar. El flujo incontrolado de personas que han dormido muchos días al raso, de los que una gran mayoría ni tienen ni encontrarán trabajo, en nada contribuye a su propio bienestar ni al de la sociedad que los acoge, y el efecto llamada, si se les regulariza a todos sin ningún control, puede acarrear situaciones de complicada solución en los próximos años. Lleida es la segunda capital de Catalunya y la gestión municipal requiere, además de buenas intenciones, capacidad política de gestión, dedicación exclusiva, conocimiento de las competencias y las leyes que amparan a toda administración, un equipo y una mínima experiencia municipal para anticiparse a los problemas, y más cuando son repetitivos, o al menos capacidad de resolverlos cuando la realidad apremia. No

basta con buenas intenciones.

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