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En esta crisis global provocada por el coronavirus, a los ayuntamientos como institución más próxima al ciudadano les ha tocado ponerse en primera línea para ayudar a los más necesitados, proporcionar la cobertura sanitaria necesaria y asumir unos servicios que en teoría corresponderían a otras administraciones. Con mejores o peores resultados, han afrontado sus responsabilidades con los problemas presupuestarios que tienen derivados de un sistema de financiación históricamente mal resuelto y en el que unos no disponían de fondos porque están sumidos en deudas y otros, los que tenían superávit, no podían utilizarlo para actuaciones contra el Covid porque la normativa estatal, derivada de la ley Montoro de 2012, les impide disponer libremente de estos fondos. Algo absurdo porque penaliza la buena gestión de los consistorios, pero que aún se ha empeorado con el acuerdo alcanzado por el ministerio de Hacienda y la Federación de Municipios y Provincias a principios de semana por el que los consistorios prestan su superávit al Estado, que lo devolverá en un plazo de diez años, y a cambio les concede subvenciones por el 35 por ciento del importe cedido para afrontar los gastos derivados del Covid en cada municipio. Los ayuntamientos de Lleida se han indignado con este acuerdo porque globalmente tienen 42 millones de remanente, y de aceptarlo solo podrían gastar la tercera parte, quince, de un dinero que es suyo con cantidades que en algunos casos serían absolutamente insuficientes para cubrir las necesidades que se han creado, y peor lo tendrían los ayuntamientos con déficit que se quedarían sin subvenciones para afrontar las necesidades que han surgido. Al margen de lo absurdo que resulta que los ayuntamientos, el eslabón más débil de la administración, tengan que hacer de banco del Estado, que tiene otras vías de financiación, se está vulnerando un principio de justicia elemental, porque los ayuntamientos que han demostrado capacidad para conseguir superávit tienen todo el derecho del mundo a gestionar el dinero que han ahorrado sin que el gobierno ejerza de tutor, y también el principio de subsidiariedad establecido por el Tratado de Maastricht, por el que si una administración puede solucionar un problema no tiene por qué llegar a la instancia superior. También se llama autonomía local, y para hacerla realidad hay que dejar que cada ente disponga libremente de sus recursos.

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