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La primera reivindicación de Catalunya tras la derrota de Barcelona en 1714 a manos de las tropas borbónicas de Felipe V, que abolió todos los fueros y autogobierno de los que dispuso con la corona de Aragón, se produjo en un documento que denunciaba el régimen absolutista que resultó del Decreto de Nueva Planta en 1760. Y el primer acto de conmemoración de esa derrota se llevó a cabo en 1886, consistente en una misa oficiada en la parroquia de Santa Maria del Mar, al lado del Fossar de les Moreres, en honor de los mártires del 1714. Ese día y en ese lugar de la capital catalana ya se produjo una evidente desunión de las diferentes corrientes nacionalistas, porque algunos criticaron que se ligara la reivindicación catalanista a la Iglesia. Casi tres siglos han pasado desde entonces, pero no ha habido ni un solo año en que la voluntad del pueblo catalán de recuperar su autonomía no se haya expresado en los parlamentos, en las calles o en los pensadores del momento. Tanta tenacidad y voluntad colectiva de salvaguardar la identidad propia no es pues flor de un día. Es evidente que si el PP no hubiera iniciado una feroz campaña para recortar el Estatut del 2006 difícilmente se hubiera llegado a la crispación política y procesos judiciales de los últimos años, pero lo que sí está claro es que el encaje de Catalunya en el Estado español no está resuelto y que la mayoría de ciudadanos de esta nación reclaman una solución dialogada que permita avanzar en este conflicto histórico.

Negacionismo Negar la realidad para evadir una verdad incómoda tampoco es nuevo, pero cuando la pandemia del coronavirus ha segado la vida de más de 900.000 personas en todo el mundo y los contagiados se acercan a los 28 millones de ciudadanos, rechazar su virulencia y contradecir las normas para frenarlo, internacionalmente apoyadas por la comunidad médica y científica, va más allá de una mentira de la pseudociencia o creencias que más tienen que ver con la fe que con la razón, para convertirse en un peligro para la salud pública.

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