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Tras dos décadas de debate social y propuestas legislativas fracasadas, la ley que regula la prestación de ayuda para morir ha entrado este viernes en vigor y el Gobierno y las comunidades se apuran para pulir los últimos flecos para poder aplicar la norma. Así, el Consejo Interterritorial, donde están representados el ministerio de Sanidad y las autonomías, dio el miércoles pasado luz verde a uno de los cabos sueltos de la ley que quedaban pendientes de afinar: el protocolo de actuación para que el médico responsable, el facultativo elegido por el paciente para llevar su caso, dictamine si el enfermo está en plenas capacidades para tomar la decisión de solicitar la eutanasia.

La ley contempla que, además de ser mayor de edad y cumplir unos criterios clínicos (padecer una enfermedad incurable o un padecimiento grave), la persona que la pida tiene que “ser capaz y consciente en el momento de la solicitud”. Si no lo es, solo podrá acceder a la prestación si tiene un documento de voluntades anticipadas donde haya contemplado esta demanda.

El protocolo de actuación plantea una entrevista clínica inicial para dilucidar la capacitación del enfermo y, si el médico tiene dudas, puede recurrir a herramientas técnicas de evaluación de las capacidades y, en último caso, hacer una interconsulta a otro facultativo para pedir su valoración. Quedan todavía aspectos de la ley por concretar y dudas por resolver.

Pero hay cuestiones que no se podían aplazar, como la creación de las comisiones de garantías de cada comunidad, que tendrán la última palabra al valorar una petición de eutanasia, o la guía para dictaminar si una persona está capacitada para solicitar la prestación. De hecho, si no es capaz y tampoco tiene un documento de voluntades previas donde explicita su demanda, el médico tiene que denegar la petición.

La eutanasia es un derecho que no obliga a nadie, como el divorcio, el aborto o el mismo matrimonio, y por tanto corresponde solo a la persona afectada tomar esta decisión. Por lo que respecta a las órdenes religiosas que ya han mostrado su oposición a la ley, asegurando que no la aplicarán en sus hospitales, cabe aclarar algunos conceptos.

En primer lugar, la objeción de conciencia también es un derecho que tienen los ciudadanos a no practicar una conducta que les está siendo exigida por ley y que no quieren aplicar por razones morales, éticas, religiosas o filosóficas. Hasta ahí de acuerdo, pero esta legitimidad individual no puede impedir bajo ningún concepto que centros públicos, como ha pasado con el aborto en los hospitales de Lleida, o concertados, nieguen a sus usuarios la eutanasia o la interrupción del embarazo.

Una actitud personal no puede impedir a un colectivo ejercer otro derecho igual de lícito y apoyado no solo por la ley, sino por los ciudadanos representados en el parlamento. Habrá que converger ambas justicias sin perjudicar a terceros.

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