Ninguna sociedad está libre del odio, de la homofobia o de la xenofobia. Ni siquiera la avanzada Holanda, que ha visto cómo crecen las agresiones a homosexuales en paralelo al incremento de las fuerzas políticas de extrema derecha en el país. Muchas veces, el argumento de la defensa de los valores de una sociedad sólo sirve para disimular la resistencia a reconocer los derechos de algunos colectivos que han sido marginados secularmente. Más de medio millar de agresiones homófobas cada año demuestran que tampoco la Europa civilizada está libre del fantasma de la intolerancia. Ocurrió hace un mes en Berga, donde una pareja homosexual fue agredida por besarse a la puerta de una discoteca.
Y ahora, de nuevo, en Holanda, por tomarse de la mano. En ambos casos, la reacción social ha sido la solidaridad con los agredidos y reivindicar el derecho a vivir la propia condición sexual sin temor a una agresión. Una manifestante, entrevistada por la televisión, recordaba lo que ahora nos parece obvio: “conseguimos unos derechos, creíamos que estaban consolidados para siempre y ahora debemos salir a la calle para recuperarlos porque los acabaremos perdiendo”. Esta es buena parte del problema: miles de ciudadanos europeos lucharon en todo el continente a favor de la igualdad de género y de la libertad sexual, entre otros derechos; una vez que las leyes los reconocieron, creyeron que no hacía falta seguir luchando por ellos y la tendencia de la sociedad al conservadurismo, la lucha de las fuerzas oscuras, ha producido un peligroso retroceso.
