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© Juan Cal
Hace cuarenta años era Semana Santa, exactamente como ahora. Por sorpresa, el Gobierno de Adolfo Suárez legalizó el Partido Comunista (en Catalunya el PSUC) que había solicitado su inscripción en el registro de asociaciones y partidos políticos. Se consolidaba la Transición política como un pacto entre el régimen franquista y las fuerzas de oposición. Se evitaba así una ruptura y el riesgo de una involución política hacia planteamientos más extremistas. Ocurría todo ello en medio de una ofensiva violenta de ETA y el asesinato de los abogados laboralistas de Atocha, en Madrid (sólo Manuela Carmena, hoy alcaldesa de Madrid, sobrevivió al atentado). Ya no quedaban obstáculos para la celebración de unas elecciones nítidamente democráticas que finalmente se celebraron el 15 de junio del 77 y pusieron en marcha el proceso de redacción de la Constitución del 78. El PCE tenía la hegemonía de la calle, lideraba los movimientos populares de oposición contra el franquismo y renunció a esa posición preponderante para dar paso a un período de libertad y democracia.
Cansados quizás de 40 años de exilio y de clandestinidad, los dirigentes comunistas se inmolaron en el ara de las urnas. Tuvieron un papel importante en los primeros tiempos de la democracia, pero su importancia fue diluyéndose hasta hoy, en que nuevas fuerzas políticas intentan rescatar del osario de la historia una ideología, el marxismo, de gran influencia en la política del siglo XX y con una gran capacidad de movilización de los trabajadores, pero con resultados políticos devastadores.