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© Juan Cal
Delinquir incluye una buena dosis de desprecio hacia la sociedad, las normas de convivencia y a cada una de las víctimas; eso es una obviedad. Pero cuando las estafas se dirigen contra personas mayores, débiles y sin recursos, la maldad del acto alcanza niveles difíciles de comprender y, por supuesto, de perdonar. Los Mossos han desarticulado una red que se dedicaba a robar a gente mayor el poco dinero que tenía, con la excusa de que les hacían una inspección del gas o les cambiaban el tubo de plástico de la bombona. El primer denunciante, quien puso a la policía sobre la pista de los malos, se llamaba Remigio y ha sido calificado como el “héroe” de esta pequeña historia. Y junto a los crímenes, la policía descubrió el uso que los criminales hacen de informaciones que a veces nos parecen irrelevantes. La estadística, los listines telefónicos, tienen información valiosísima para los ladrones; solo hay que saber procesarla. Hoy en día ya nadie le pone el nombre de Remigio, o de Angustias, a sus hijos. Alguien con ese nombre tiene una edad, ha sido bautizado y con el método del santo del día. Algo que se dejó de hacer a medida que la Iglesia Católica fue perdiendo peso en nuestra vida civil. Ahora, los hombres se llaman José y las mujeres, María; o Marc y Martina en Catalunya. También están en el santoral, pero son más hereditarios que conmemorativos. Incluso, y a pesar de las dificultades, uno puede acabar inscribiendo a un hijo con el nombre de Lobo. Dentro de sesenta o setenta años, alguien escudriñará en los registros para hallar víctimas.