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© La pena de muerte
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© Juan Cal
De repente nos toca de cerca la pena de muerte porque un tribunal de Tailandia acaba de condenar a muerte a un catalán, Artur Segarra, por asesinar al joven empresario de l’Albi David Bernat, el 26 de enero de 2016. Tailandia es uno de esos países que mantienen en su código penal la pena capital y en este caso los jueces han tenido claro que corresponde aplicarla por las circunstancias que concurren en el caso. ¿Es justa? Bien podría parecer a quienes sientan simpatía por la víctima que “quien a hierro mata, a hierro muere” y que la crueldad y ensañamiento del crimen merece un castigo acorde y que, de alguna forma, repare el daño causado a la víctima.
A pesar de los esfuerzos de los abolicionistas, la pena de muerte sigue estando presente en la legislación de muchos países, algunos tan avanzados como los Estados Unidos, donde la tradición judicial anglosajona de castigo proporcionado al daño impone esta clase de venganza pública. Quienes creen que todo se arregla con un referéndum podrían pensar que una consulta sobre la pena de muerte podría cambiar lo que establece la Constitución española sobre la prohibición de la pena de muerte.
Pero no es cierto: es preciso un complejo sistema de garantías para afrontar una reforma de esta magnitud que pasaría porque una vez modificada la Constitución con una mayoría cualificada, deberían disolverse las Cortes para ratificarla de nuevo –y por mayoría cualificada– y someterla finalmente al refrendo ciudadano con el fin de evitar que la coyuntura pese en las grandes leyes del país.