Nuevo fracaso, sonoro por decirlo suavemente, de Televisión Española en el Festival de Eurovisión. El experimento Manel Navarro, el chico surfero que cantaba el estribillo en inglés para ganar audiencias globales, hizo el ridículo con un gallo que ya forma parte de la antología del disparate. Y lo peor es que no solamente se puso en ridículo a sí mismo, sino a quienes apostaron por él e incluso por la marca España, a la vista del patriotismo que siempre rodea el festival.
Son ya demasiadas las ocasiones, en los últimos años, como para que los responsables de la televisión pública no hagan una reflexión en profundidad sobre las causas que han provocado efectos como Chikilicuatre, Jon Cobra y ahora este del surfero que desafina. Un accidente puede ocurrirle a cualquiera y ningún método es infalible para elegir una canción y un cantante con garantías de victoria.
Recordemos, por ejemplo, que Betty Missiego no fue elegida por usuarios de Twitter sencillamente porque en 1979 no existía Internet. Es decir, que la incompetencia no es patrimonio de los usuarios de las redes sociales, pero fiar la elección del representante español a la decisión de los espectadores puede dar origen a situaciones como las que llevamos viviendo todos estos años.
Creer que la decisión es más democrática porque ha sido adoptada por cientos de miles de personas por Internet es una superchería, una ficción que impregna diversos aspectos de nuestra vida y que hace pensar a gente seria en la posibilidad de tomar decisiones políticas consultando a la gente en Internet.