Siempre he creído que hay dos grandes culpables del renacimiento del españolismo rancio: uno, el más importante, es José María Aznar, que decidió recuperar algunas de las esencias patrias para reivindicar un españolismo imbatible frente al PSOE. Él creyó, y quizás acertase, que la única forma de ganar elecciones en un país de centro izquierda era volver al debate de las banderas, de quién era más español y quien lo era menos. La actitud desacomplejada de aquel viejo imperialismo que nos enseñaron en la escuela franquista, volvía más fuerte que nunca con Aznar. Y el segundo responsable fue el catalanismo que se reivindicaba por su negación de España, por un independentismo que basaba su ideología en el desprecio del español aldeano y franquista, lejos del catalán europeo y democrático; una suerte de supremacismo light que tiene una larga tradición en el nacionalismo catalán.
Antes de todo eso –con la excepción de unos cuantos nostálgicos– la mayoría de los españoles guardaba las euforias nacionales para la selección de fútbol y se da la circunstancia de que las mayores alegrías fueron proporcionadas por catalanes como Guardiola (Juegos del 92) o Xavi (Campeonatos de Europa y del Mundo). Ahora hemos llegado al punto de que produce temor, desconfianza e incluso pánico en algunos casos, la exhibición de banderas de los últimos días. Ha llegado el momento de que la gente aparque esas banderas, deje de pensar en términos de nación y volvamos todos a ser individuos libres, capaces de respirar hondo antes de dar un salto al vacío.