Estos próximos días servirán para confrontar dos relatos en el conflicto interminable entre Catalunya y España y que servirán para decantar en buena medida algunos de los votos decisivos de las elecciones del 21 de diciembre. Es la lucha entre el relato independentista de que España es un país de baja calidad democrática, al estilo de Turquía y el de que estamos en un Estado de derecho como cualquier otro y que existe la presunción de inocencia, un sistema judicial garantista para los acusados de un delito. Las causas abiertas tanto en el Supremo como en la Audiencia Nacional no pueden ser vistas en el mundo como una represalia contra los políticos independentistas que han superado las costuras de la ley hasta límites inaceptables en cualquier democracia. Es verdad, pero ello no justifica la atribución de conductas delictivas que sólo existirían con el uso de la violencia y la insurrección armada. La fiscalía no es la representación legal del Gobierno, aunque a su jefe lo nombre éste, sino que su función consiste en garantizar el imperio de la ley y en velar por la aplicación justa y proporcionada de las leyes en los tribunales. Acusar de rebelión a los consellers, miembros de la mesa y a los presidentes Forcadell y Puigdemont sólo puede ser interpretado como una represalia, como un acto de venganza o como un aviso para navegantes para futuros actores del Procés; pero al mismo tiempo será una llamada a filas de cientos de miles de ciudadanos catalanes para quienes será un acto de profunda injusticia y una agresión política sin precedentes.