Comienza una nueva legislatura en el Parlament de Catalunya y nunca como hasta ahora había existido una sensación tan triste de desolación, que algunos confunden con desesperanza. Tenemos la tentación, divididos y enfrentados como estamos, de asignar las culpas al otro bando. ¡Al enemigo! Quienes creyeron que el recorrido hasta la independencia era un camino de rosas, ya no pueden llamarse a engaño sobre los métodos del Estado a la hora de frenar la revolución que pretendía ser de las sonrisas. Los que utilizan las herramientas del Estado hasta mucho más allá de lo que la democracia permitiría, también deberían saber de la determinación de la gente. Y, entre todos, hacer un ejercicio de realismo, de visión prosaica de la realidad.
Abandonar, aunque sea temporalmente, esta agotadora tendencia a la épica y simplemente gobernar el país, decidir sobre las listas de espera, sobre el precio de los créditos universitarios, sobre la televisión pública y todo aquello que también es parte de la vida de la gente. Nunca antes habíamos visto la dificultad para encontrar voluntarios para encabezar las instituciones y eso ocurre porque se reclaman sacrificios –injustos, ciertamente– que van más allá de lo que es lógico y humano pedirle a cualquier servidor público. Hoy, en un acto de realismo y también de concordia, las partes deberían acordar que las mayorías son demasiado frágiles, demasiado insuficientes, como para afrontar aventuras que requieren esfuerzos hercúleos. Y siempre con la ley, el pacto y la voluntad de diálogo como premisa.