Aquellos tiempos que anunciaba la ciencia ficción en que los robots se adueñaban de nuestras vidas ya han llegado. No son exactamente como lo temía Isaac Asimov; no son antropomórficos, ni van armados, pero son poderosos. Residen dentro de ordenadores y hacen cosas para las que han sido programados. Responden a una cosa que se llama “algoritmo”, un conjunto de reglas preestablecidas por un programador, y reaccionan a veces de forma que no ha sido prevista por quienes programaron ese algoritmo. Eso es lo que ocurre con las bolsas, que no caen porque la situación económica esté mal, sino porque los programadores previeron un umbral de beneficio a partir del cual las máquinas, los robots, empiezan a dar órdenes de venta. De esa forma trabajan de forma mucho más eficiente que una persona con un teléfono (la cantidad de puestos de trabajo que habrán ahorrado) pero se vuelven incontrolables y pueden hundir los mercados en una sola sesión. Existen robots que visitan páginas de Internet y simulan ser personas que miran anuncios para que dichas páginas puedan cobrar más de los anunciantes.
Es obvio que esos robots no compran coches, ni pisos, o robots de cocina, sólo hacen clics. También hay robots que escriben noticias y aún veremos páginas web escritas totalmente por esta clase de ciberperiodistas. Alguien habrá programado su algoritmo de redactor y vete a saber en qué líos acabarán metiendo al editor. Pero eso es algo que aún no está previsto que ocurra a corto plazo, como que los robots maten a la gente; sólo la asustan.