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© Neva a Catalunya
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© Juan Cal
Algunos copos de nieve granulada cayeron ayer sobre las playas de Barcelona y ya tenemos todo el país nevado. De repente descubrimos que hay decenas de personas que todavía no han podido normalizar su vida, no pueden comunicarse sin dificultad por las carreteras y caminos locales, tienen serios obstáculos para llevar a los niños a la escuela, incluso hay quien no puede llegar a su puesto de trabajo a causa de las placas de hielo y de las complicaciones propias de vivir por encima de los 1.000 metros sobre el nivel del mar. ¡Es verdad! Tenemos muchos kilómetros cuadrados sobre los mil metros de altitud, pero poca gente. Por eso estamos dispuestos a convertir esos espacios en parques naturales y zonas protegidas sin preguntarnos apenas sobre las consecuencias de la declaración para la vida de las personas. Los millones de habitantes que importan viven al nivel del mar, en el área metropolitana. Son los que cuentan, los que merecen la atención de los medios públicos y la preocupación de los políticos. No es una queja, ni un lamento, ni siquiera un ataque de victimismo. Es la pura realidad. En Barcelona y su entorno –que también desea llamarse Barcelona, y no Cornellà, ni Badalona– es donde se deciden las cosas importantes, donde está la gente creativa, moderna y cosmopolita. Aquí, en esta parte del mundo está el carlismo, la mentalidad rural y retrógrada; la gente que puede vivir sin 4G, ni fibra óptica, ni televisión 4K. La gente que se conforma con caminos sin asfaltar y políticos sin ambición que se deben a los jefes de la gran ciudad.