LA XENOFOBIA no existe hasta que se manifiesta de forma nítida y entonces ya no hay nada que hacer; la bomba ha estallado y solo queda recoger los restos. Existe la tendencia general a negar el racismo y la xenofobia como si la negativa supusiera la eliminación del hecho. Cuando nos dirigimos a alguien con expresiones como sudaca, negrata o moro no hacemos más que verbalizar esa xenofobia subyacente. Como cuando nos oponemos a la construcción de un oratorio (musulmán, por supuesto) en el barrio; o cuando recogemos firmas contra la mezquita, o expresamos nuestra contrariedad por la proliferación de los comercios extranjeros o no comemos en el restaurante árabe pero nos encanta el sushi. Son conductas privadas, aparentemente nada peligrosas, hasta que de repente estallan, como ese abogado de Nueva York, Aaron Schlossberg, que reaccionó airado por el hecho de que los empleados del restaurante hablasen español con los clientes. “¡Aquí se habla inglés!”, decía preso de cólera porque con su dinero –afirma– se paga la protección social de esos que invaden el país. ¿Les suena el argumento? Cuántas veces hemos oído que las familias inmigrantes copan todas las ayudas sociales. En Italia, ese acuerdo entre nacionalistas de derechas y de izquierdas lo ha resuelto haciendo que las ayudas a familias solo sean para italianos. Quedará por decidir ahora qué consideran italiano porque aún recuerdo la sorpresa de Berlusconi –padrino de este Gobierno– sorprendido porque el futbolista Balotelli sea italiano.