Resonaba sobre la cabeza de Rajoy el chirrido de la guillotina. Sus barones y baronesas competían por partirse la herencia del partido y por encabezar la era post-Rajoy en la mejor posición posible cuando el gallego impávido, el hombre que nunca hizo nada para cambiar el curso de las cosas, decidió dar un giro a su vida y presentar la dimisión. “Malo será” debió decirle a su amiga leal Ana Pastor cuando comprobó lo que duraba la lealtad de los Maíllo, Cospedal o Sáenz de Santamaría en cuanto olieron la sangre del líder herido. No es privativo del PP, sino de todos los partidos, que comience una guerra de posiciones en cuanto se percibe la debilidad del líder y la posibilidad cierta de ocupar su sitio en la cúspide. Que le pregunten a Pedro Sánchez, que aún tiene tiernas las cicatrices de las últimas heridas proferidas por sus correligionarios. Que le pregunten a Artur Mas, que dejó de ser relevante dentro del PDeCAT en cuanto abandonó la presidencia. Y lo sabe Puigdemont, que por eso ejerce de presidente en el exilio para encabezar la opa contra la estructura del partido, de la que ya ha caído la primera presidencia de diputación. ¿Será la última? Parece que Lleida le será más difícil de conquistar que Barcelona. Volvamos a Rajoy que deja la política –no lo imaginamos de diputado de base, pero sí en el consejo de Estado– para hacerle un favor a España, al partido y a si mismo. Lástima que se haya dado cuenta tan tarde del mal que sus decisiones sobre Catalunya le han hecho a la cohesión del país y a su prestigio internacional. O igual se refería a otra cosa.
