Vivimos inmersos en un mundo de símbolos y poco importa la verdadera soberanía para sentirse realmente soberanos. Un país con la mitad de la población de Catalunya ha llegado a la final de un mundial de fútbol, Croacia, y esa es la confirmación de su papel en el mundo. Ha llegado derrotando a grandes y viejas naciones con una gran tradición futbolística y ha caído con honor frente a Francia. Su presidenta, vestida con esa camiseta que los argentinos calificaban como un mantel, ha sido la primera aficionada desde el palco de honor del estadio, consciente de la importancia que tenía para sus conciudadanos protagonizar una gesta de esa magnitud.
En la final, Emmanuel Macron, el presidente francés en sus horas de popularidad más bajas, se comportó como un hooligan a sabiendas de que millones de franceses veían en ese grupo mestizo de jóvenes la imagen del futuro del país. La desafección de los ciudadanos franceses más desfavorecidos por el sistema se ha expresado muchas veces ondeando banderas no francesas, pitando al himno y demostrando la distancia que existe entre el Estado y los ciudadanos de la banlieu. Hoy eso puede cambiar gracias a que esos jóvenes de orígenes diversos han aprendido a cantar La Marsellesa, demuestran una actitud patriótica y son el símbolo de esa nueva Francia que tanto odian los lepenistas.
Quizás sea el momento de que el fútbol sea la puerta de acceso a la integración, como ya lo fue de hecho cuando Xavi, Puyol e Iniesta representaron una forma de ser menos agresiva de ser español. Luis Enrique decide.