Cuesta comprender, al menos a ciertas personas en este país, que la lengua no es un arma, solo un instrumento de comunicación fundamental entre los miembros de un mismo colectivo cultural y social. El incidente de un periodista tras el partido del Lleida en Ejea, indignado porque el entrenador del Lleida Esportiu respondía a diversas preguntas en catalán, es la demostración de hasta qué punto algunos ciudadanos ven como una amenaza el uso de las otras lenguas oficiales del Estado. Bien, en realidad no, porque para esos españoles acomplejados el euskera puede resultar exótico, por incomprensible; el gallego, entrañable por su deje afectivo; pero el catalán es interpretado siempre como un lenguaje hostil, enemigo de la unidad, amenazador contra la esencia española. También es verdad que de este lado del Cinca hay gente que exhibe o defiende sus posiciones ideológicas mediante la lengua, como si ésta fuera una “estructura de Estado”.
Pero la intolerancia, las reacciones viscerales aunque minoritarias, se producen entre personas acomplejadas, temerosas de que cualquier diversidad ponga en riesgo la existencia del mundo tal como lo han visto siempre. Incidentes como el de Ejea son minoritarios, por supuesto, pero son el material con el que cimientan los conflictos, los choques culturales y la sensación de que cierta forma de entender la cultura española es incompatible con la diversidad lingüística y por tanto es incompatible también con el modelo constitucional que los ciudadanos españoles nos dimos hace justo cuarenta años.