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© De izquierda a derecha, los abogados Andrés Maluenda y Pau Molins saliendo ayer de la casa de Rosell.
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© Juan Cal
la absolución del que fuera presidente del FC Barcelona, Sandro Rosell, por toda una serie de delitos entre los que figuraban el blanqueo de capitales y la pertenencia a grupo criminal es, según como se mire, una buena y una mala noticia: la mala es que el empresario originario de Àger se ha pasado 23 meses en prisión –¡casi dos años!– para acabar saliendo libre, después de que la juez instructora, Carmen Lamela (¿la recuerdan? Llevaba también el caso de Trapero en la Audiencia Nacional), denegase hasta treinta veces la petición de libertad para Sandro y su socio andorrano Joan Besolí. O sea, que la instrucción ha sido un desastre y se ha producido una de aquellas situaciones tan denunciadas por algunos abogados en las que se va construyendo una acusación a medida a partir del atestado policial, que acaba convirtiéndose en el sumario de forma casi automática.
La parte buena es que la justicia ha funcionado y a pesar de la vergüenza que pueda suponer para algunos –jueza instructora, fiscales y policías judiciales– haber causado tanto daño a los acusados con tan poco, por no decir nulo, material probatorio, el tribunal se ha inclinado por la absolución, aunque con el retintín del in dubio pro reo como para exculpar la falta de rigor de sus colegas en fase de instrucción. La realidad es que desde el principio no había caso porque nadie se consideraba perjudicado y todos reconocían que los ingresos de Rosell eran los honorarios por trabajos que beneficiaban al cliente. Ahora depende de él decidir si reclama por esos dos años robados.