Elecciones europeas eran síntoma de aburrimiento, algo así como un sinónimo de retiro dorado, bien pagado y sin demasiadas obligaciones. Solo había que vencer el miedo a volar y todo lo demás venía por añadidura: trabajo cómodo, buenas dietas y viajes por todo el mundo en representación de una cámara no del todo útil. Así era, pero ya no. Quizás esta nueva época más turbulenta fuera inaugurada por el eurófobo Nigel Farage, inventor del Brexit. O por los movimientos populistas de la Europa del Este, pero el caso es que a los diputados del nuevo parlamento europeo les espera la tarea, nada fácil, de apuntalar las estructuras de la Unión, resquebrajadas por el exceso de políticas de austeridad, por la falta de respeto a los ciudadanos frente a los Estados y a las corporaciones y en general por su insensibilidad para con el bienestar de los europeos. En estas circunstancias no debe extrañar a nadie que hayan aparecido euroescépticos y eurófobos por todas partes. Y que se hayan coaligado y que acepten liderazgos tan preocupantes como el italiano Salvini o, aún peor, el húngaro Viktor Orbán. Son estos líderes los que desean inocular en Bruselas un virus de la destrucción del proyecto europeo. Y de eso deberían aprender quienes se presentan como alternativa en Catalunya y en España. Hacen falta discursos netamente europeístas, integradores y generosos con la idea de una Europa abierta, generosa y socialmente justa. Y en el proyecto europeo, aunque falte Gran Bretaña, nos va mucho al conjunto de los europeos.