El ayuntamiento de Madrid ha decidido exterminar todas las cotorras argentinas que vuelan a sus anchas por los árboles de la capital. Son especies invasoras; nadie va a llorar por ellas, ni por el mosquito tigre o las tortugas de Florida. Ser una especie invasora es comparable, ya sé que me llamarán banal, a ser un inmigrante ilegal: no son bien recibidos y si es posible, mejor expulsarlos, o en el caso de los bichos, suprimirlos, eliminarlos. En un pequeño pueblo del Pallars Sobirà proliferó, a principios de este siglo, una especie considerada invasora: eran cabras que se habían asilvestrado y que se multiplicaron por la falta de depredadores. Los lobos o los osos habrían dado buena cuenta de ellas. En el mismo sitio, más de medio siglo atrás, se libró una dura batalla que dejó toda la montaña sembrada de cadáveres: la de Baladredo. El departamento de Agricultura concedió permisos para la caza masiva e indiscriminada de cientos de aquellos animales cuyo único delito era crecer y multiplicarse. Durante días solo se oyeron los disparos de los cazadores y un terrible olor a muerte invadió todo el valle. Los más viejos del lugar pensaron que volvía la guerra y recordaron el olor inconfundible de los cadáveres que apestó durante meses aquellas montañas. Algunos pocos ejemplares sobrevivieron a la matanza, autorizada por un conseller que tenía como aliados en el Govern a los ecologistas, y vuelven a poblar la montaña. No hay nada como ser adjetivado de cierta manera por la Administración –animal o persona– para que la vida pierda todo su valor.