Cincuenta años más tarde saltan a la actualidad las heridas de la emigración de los años cincuenta. Justo antes del desarrollismo, de los Seat 600 y de los pisos en colmenas, la gente tuvo que marchar de los pueblos. La gente pobre, claro; la que trabajaba en las presas del Pirineo, que se acabaron por entonces. O los agricultores andaluces, murcianos o extremeños que, víctimas de un abandono histórico, buscaban nuevos lugares, nuevos destinos para obtener recursos con los que sobrevivir con sus familias. Los barrios del Secà de Sant Pere y de Magraners nacieron en medio de la nada, de noche, con furtivismo, porque esa era la forma que tenían los pobres de hacerse una casa. ¿Qué una casa? Una chabola, de hecho, para guarecerse de los fríos inviernos leridanos. Los más jóvenes deben imaginarlo, o intentarlo al menos: pero los que ya tenemos unos años somos testigos de esa memoria triste de nuestra historia reciente. Resulta que aquellos refugios construidos de prisa y corriendo, con ayuda de los vecinos, para evitar el desahucio o la prohibición, tenían fecha de caducidad. Y han colapsado. La Paeria de Lleida descubre que existen decenas, quizás centenares de esas viviendas que están a punto de caer porque han concluido su vida útil. Es patrimonio popular que se pierde y, por encima de todo, es parte de nuestra memoria popular, la de la gente que no aparece, si no es por causas excepcionales, en los libros de historia. Una exposición de 1979
en el Col·legi d’Arquitectes –Lleida és la pera– explicaba parte de esa historia. Deberíamos recuperarla.