Decíamos ayer que algunos fantasmas acuden con regularidad a las tragedias de Europa. El fanatismo nacionalista, la xenofobia, el antisemitismo, la furia religiosa –recordemos las guerras de religión que asolaron el continente durante siglos–. Recuerdo un viaje a Vilnius, la capital de Lituania, para participar en la asamblea anual de Midas (la Asociación de diarios en lenguas minoritarias de Europa), en esa ocasión organizada por el periódico de la minoría polaca del país, que, como la rusa, no tenía derecho más que al uso familiar del idioma. Los ciudadanos de origen polaco, ni los rusos o los judíos (los supervivientes de las persecuciones de los años 40) ni siquiera podían mantener sus apellidos originarios, sino que debían adaptarlos a las características del idioma oficial dominante. El viaje coincidió con la con la manifestación del orgullo gay. El obispo de Vilnius encabezó bajo palio una marcha para denunciar aquel atentado contra la fe cristiana. Un periodista norteamericano, Robert Kaplan, publicó al final de los 80 Fantasmas balcánicos, un libro que vaticinaba los conflictos bélicos que se produjeron entre las minorías étnicas de Yugoslavia, por razones religiosas. Explica Kaplan los crímenes cometidos por el breve gobierno de la Ustachi croata (solo reconocido por Hitler y Mussolini), que exterminó a decenas, o cientos según la fuente, de miles de serbios, por el solo hecho de ser ortodoxos. El obispo de Zagreb, Alojcie Stepinach (declarado mártir por Juan Pablo II), había dado instrucciones de bautizarlos antes de matarlos para que pudieran ir al cielo.