Las fronteras son ese lugar, esa herramienta de un Estado soberano, que parecía iban a desaparecer en cuestión de años pero que de repente se han hecho más presentes que nunca. Estaba Schengen, ese pacto entre países miembros de la Unión Europea que permitía la libre circulación de los ciudadanos sin necesidad de exhibir el pasaporte ni de que les sea requerido ningún tipo de visado. Las reacciones contra los movimientos migratorios ya habían puesto en dificultades esa victoria común y de repente el virus lo ha hecho saltar por los aires. Fronteras cerradas, vuelos prohibidos, establecimiento de cuarentenas para los visitantes, todo indica que se ha reforzado el cierre, la incomunicación. Pero no se acaba ahí el freno a la comunicación entre vecinos porque incluso dentro del mismo estado se han impuesto límites a la circulación libre entre comunidades, entre provincias y, los que tienen menos suerte, entre regiones sanitarias o municipios. Esperaba encontrar un puesto fronterizo a la entrada del paso de Terradets, justo al lado del cartel que indica la entrada en la comarca del Pallars Jussà, pero no, solo había una cuadrilla de trabajadores de obras públicas aprovechando el escaso tráfico de automóviles para avanzar en la reparación de la carretera. Ni un atisbo de barreras, ni de policías fronterizos o controles policiales informales. Solo la inmensa responsabilidad de la gente, su sometimiento a las órdenes superiores, el miedo a contagiar y ser contagiados, actúa como frontera mental, como punto fronterizo, más eficaz que todos los policías posibles.