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Cerramos el curso

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Es natural, también, ver aglomeraciones de gente en determinados lugares de vacaciones donde predomina la aparente despreocupación, el olvido del trabajo ordinario, el excesivo interés por el descanso –que calificamos de merecido–, la fuerte tendencia al cultivo del cuerpo...

No me atrevo a generalizar las situaciones, pues guardan demasiados matices y admiten muchas variaciones, pero sí a brindar a los cristianos una sencilla reflexión, en forma de afirmaciones, sobre esta cuestión que a todos nos afecta.

Una primera podría ser esta: cerramos el curso, pero nunca cerraremos nuestro corazón a las necesidades de los demás. No importa el periodo del tiempo en que estemos, sino que importa la persona que vemos, con la que hablamos, a la que escuchamos. Si no existe para nadie el descanso en el comer, en el beber o en el vestirse –lo que es una obviedad–, conviene tenerlo en cuenta para los que asistimos a las celebraciones de nuestras comunidades.

Una segunda afirmación: no es posible cerrar nuestra conciencia al cumplimiento de nuestros deberes cristianos. Las vacaciones no pueden impedir nuestra relación con Dios. Lo que hacemos durante el curso debe ser buscado, también, durante el descanso estival. La oración, la celebración de los sacramentos y la caridad no tienen un paréntesis en este tiempo.

Una tercera afirmación: la escucha a los demás es un elemento esencial en las relaciones interpersonales. En este tiempo estival se observa una mayor tranquilidad, es menor el trasiego y menores las obligaciones laborales. Aprovechad el silencio para la reflexión, para contemplar paisajes y para estar atentos al desarrollo de hijos, nietos y demás familiares. Es un tiempo favorable para estar juntos. Que no sea solo una superposición de personalidades, sino un sano encuentro. Escuchar al otro, conocer sus ilusiones, proyectos o dificultades. Seguramente esa línea de actuación aumentará vuestros sentimientos positivos, enriquecerá vuestro interior y permitirá que construyáis una familia más en consonancia con el valor de las personas y no tanto con el de los bienes materiales o los placeres corporales.

Y aún una cuarta afirmación: es recomendable activar la virtud de la paciencia en este tiempo. Aunque nos apetece siempre recibir y dar sorpresas en la convivencia familiar, la rutina y la repetición de las actividades se presentan con rapidez cuando llega la vida ordinaria. Todo ello puede conducirnos a la discusión, al enfrentamiento o a la separación emocional. La Palabra nos recuerda la enorme paciencia de Dios con su pueblo, y también con cada uno de nosotros, ante la falta de confianza y de atención. Es una gran enseñanza para estos días: ejercitad la paciencia en el trato con vuestros hijos, con vuestros nietos, con vuestros padres ya ancianos, con vuestros cónyuges... No rompáis nunca una conversación o una actividad por el cansancio, por la molestia que os causa o por falta de tacto momentáneo. Llenad vuestra vida de paciencia ordenada.

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