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Con la Iglesia hemos topado

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El Estatuto de los Trabajadores, en su art. 1, advierte que su normativa será de aplicación a los trabajadores que voluntariamente presten sus servicios retribuidos por cuenta ajena y dentro del ámbito de organización y dirección de otra persona, física o jurídica, denominada empleador o empresario.

De esta manera tan escueta viene la ley a concretar los elementos que caracterizan la existencia de una relación laboral, y que la doctrina de nuestros tribunales ha venido perfilando y concretando en cada caso singular, atendido que, en ocasiones, existen actividades que por su carácter funcionarial, societario, familiar, su naturaleza por cuenta propia y no ajena (el supuesto de los autónomos) o, simplemente, por ser realizadas a título de amistad, benevolencia o vecindad, quedan expresamente excluidas de cualquier naturaleza laboral. Sin necesidad de extendernos sobre el debate teórico de la cuestión, podemos afirmar que, para que haya un verdadero contrato de trabajo, se precisa el carácter personal de la prestación, su voluntariedad, su retribución y que la persona que preste su actividad lo sea bajo la dependencia de un tercero, del que emanan sus órdenes e instrucciones, y que es, además, quien recibe el fruto de su trabajo, independientemente de los resultados de la empresa. Claro es que siempre existen y habrá zonas grises, como se suele decir, en que surja la duda de si estamos o no ante una verdadera relación laboral. Así, por ejemplo, en los supuestos de agentes comerciales, agentes de seguros, asesores jurídicos, trabajadoras sexuales, cobradores de recibos, becarios, transportistas, guías turísticos, odontólogos, peritos tasadores de seguros, repartidores de comida preparada, personal médico al servicio de Compañías Sanitarias y clínicas privadas, profesorado de enseñanzas no regladas, en Escuelas Universitarias adscritas o en Colegios Universitarios, o tertulianos radiofónicos, por tan solo citar algunos ejemplos de los diversos supuestos analizables.

Pues bien, podemos añadir a la anterior lista otro supuesto, a buen seguro más que polémico, y que probablemente concite discrepancia tanto a nivel teológico y moral como doctrinal. La Sala Social del Tribunal Superior de Justicia de Madrid ha dictado recientemente (el pasado día 13 de abril) una sentencia en la que se afirma que no existe relación laboral entre un clérigo y la Iglesia. El litigio nació entre un religioso, el Arzobispado de Madrid y la Archidiócesis de Getafe, después de que estos le retiraran el estado clerical y le desvincularan del sacerdocio, al considerar probado que había cometido una serie de actos delictivos. Presentada una demanda de despido, al entender el religioso que su relación debía considerarse de carácter laboral, en primera instancia el juzgado de lo social decretó en su sentencia su falta de jurisdicción para poder conocer el asunto, por entender que la relación de los sacerdotes con el obispado carece de los elementos esenciales de la relación laboral.

Disconforme con dicha resolución y formulado el oportuno recurso de suplicación, el Tribunal Superior, al analizar la cuestión, ha reconocido que aunque se da una relación de subordinación y que el interesado percibía una remuneración, debe rechazarse que el vínculo que existe entre los sacerdotes y la Iglesia sea una relación laboral, concluyendo que los juzgados de lo social no son competentes para evaluar el despido de uno de ellos por parte de su diócesis.

En concreto, se afirma que:

No existe contraposición entre los intereses de trabajador y empresario (ajenidad). Al contrario, hay “una comunión entre el actor y su superior jerárquico, derivada de la profesión de una misma fe”.

Tampoco existe salario, tal y como lo entiende nuestra normativa. El sacerdocio “se presta por vocación, dedicación o entrega a los demás, y no a los superiores jerárquicos, que no espera recompensa o contraprestación alguna”, asevera la sentencia. Por ello, la retribución que perciben no es salario, sino un “medio de subsistencia”. La subordinación o dependencia que puede darse entre religiosos y su diócesis responde más a necesidades organizativas del centro o la estructura en la que desempeñe su labor. Y se añade que sólo a efectos de garantizar la protección social, el legislador ha asimilado a clérigos y religiosos ante la Seguridad Social a los trabajadores por cuenta propia o por cuenta ajena, sin que ello permita presumir la existencia de una relación laboral. Lo anterior debe entenderse excluyendo aquellos otros supuestos en que un clérigo ofrece sus servicios a una entidad pública o privada fuera del marco natural de su jurisdicción eclesiástica, como puede ser es el caso del sacerdote que trabaja como capellán en un hospital público y se le remunera laboralmente. Y aunque pudiera parecer fuera de contexto, la decisión del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, frente a la cual cabe presentar un recurso ante el Tribunal Supremo, debemos enmarcarla en el carácter aconfesional del Estado Español y en la independencia del poder judicial (artículos 16.3 i 117.1 de la Constitución).

Por cierto que coincidiendo en el tiempo con la resolución judicial objeto de comentario, hemos conocido que un monje budista japonés ha denunciado al templo en el que vivía, Koyasan, patrimonio de la humanidad de la Unesco i meca del budismo en Japón, por haber trabajado 64 días seguidos, entre los meses de marzo y mayo, y 32 días entre septiembre y octubre, para atender a las personas que se alojaban y a los visitantes que iban a rezar. Concretamente, el monje ha denunciado la excesiva carga de trabajo que padecen los encargados de gestionar los templos sin que vean recompensado con los salarios que perciben.

Debo confesar, nunca mejor dicho, que desconozco cuál sea la legislación japonesa sobre el particular, pero trasladada la cuestión a nuestro país, sin duda sería la excepción a la regla de la no laboralidad de la relación entre las partes, atendido que, en un supuesto similar, actividad del religioso no podría calificarse como meramente espiritual o vocacional sino en el marco de una explotación turística de un templo religioso.

¡Que Dios nos coja confesados !

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